Para una joven viajera: Allegra.
Las sirenas y sus tres significados
En español, "sirenas" puede referirse a varias cosas: criaturas mitológicas, instrumentos acústicos o incluso un orden de mamíferos marinos.
Las sirenas mitológicas son seres femeninos que atraen a los marineros con su canto —a veces con cuerpo de ave, otras con cola de pez—. Las sirenas como instrumentos acústicos son dispositivos que emiten sonidos fuertes para alertar o avisar de un peligro. Finalmente, los sirenios son un orden de mamíferos acuáticos, también conocidos como "vacas marinas", como el manatí.
Trataré, en esta sencilla y breve colaboración, de referirme a los tres elementos descritos en la definición anterior. El primero es un recurso que se puede atribuir a la imaginación de escritores antiguos, como lo hace Homero en su poema épico La Odisea, donde Ulises (u Odiseo) se enfrenta a las sirenas: criaturas mitológicas que, con su canto, atraían a los marineros a la muerte. Para evitar ese destino, Ulises se ata al mástil de su barco, mientras a su tripulación se le tapan los oídos con cera para no sucumbir al embrujo. Este episodio simboliza la lucha entre la razón y la tentación, y la importancia de la prudencia frente a los peligros.
Aunque he de confesar que, cuando leí el minicuento de Mario Benedetti, me quedé con él y con su poderosa imaginación. Aquí lo comparto. Su título no puede ser más perspicaz: Un boliviano con salida al mar (N. A.: Bolivia no tiene salida al mar), y dice así:
"Cuando algún boliviano llega al mar, aunque este sea ajeno, siempre se trata de un blanco, nunca de un indio. Hubo un indio, sin embargo, nacido junto a las minas de Oruro, que por un extraño azar pudo alcanzar el mar prohibido.
Debió ser un niño simpático y bien dispuesto, ya que una dama paceña —que estaba de paso en Oruro y pertenecía a una familia acaudalada— lo vio casualmente y se lo trajo a la capital, allá por los años cincuenta.
Rebautizado como Gualberto Aniceto Morales, aprendió a leer y a servir. Y tan bien lo hizo, que cuando sus patrones viajaron a Europa, lo llevaron consigo, no precisamente para ampliar su horizonte, sino para que los auxiliara en menesteres domésticos.
Así fue como el muchacho (que para ese entonces ya había cumplido quince años) pudo ir coleccionando en su memoria imágenes de mar: desde la tibieza verde del Mediterráneo hasta los golfos helados del Báltico.
Cuando al cabo de un año sus protectores regresaron, Gualberto Aniceto pidió que lo dejaran viajar a su pueblo para ver a su familia.
Allí, en su pobreza de origen, en la humilde y despojada querencia, ante la mirada atónita y el silencio compacto de los suyos, el viajero fue informando larga y pormenorizadamente sobre farallones, olas, delfines, astilleros, mareas, peces voladores, buques cisternas, muelles de pescadores, faros que parpadean, tiburones, gaviotas, enormes transatlánticos.
No obstante, llegó una noche en que se quedó sin recuerdos y calló. Pero los suyos no suspendieron su expectativa y siguieron mirándolo, esperando, arracimados sobre el piso de tierra y con las mejillas hinchadas por la coca.
Desde el fondo del recinto llegó la voz del abuelo, todavía inexorable a pesar de sus pulmones carcomidos:
—¿Y qué más?
Gualberto Aniceto sintió que no podía defraudarlos. Sabía por experiencia que la nostalgia del mar no tiene fin. Y fue entonces, solo entonces, que empezó a hablar de las sirenas."
Es hora de atender a las sirenas
La alerta de una guerra es algo de lo que hablamos mucho, mientras no nos damos cuenta de que ya la vivimos.
Está en todos lados: Gaza, Líbano, Tel Aviv, Kiev, Teherán, Damasco, Moscú, California, La Florida, la frontera México-EE. UU...
Pero no queremos advertir las sirenas que, como alarmas, estallan para decirnos: ya está aquí la guerra que todos tanto temíamos.
Epílogo
Cierro esta trilogía haciendo una analogía con los manatíes, o vacas marinas, y ahora me referiré a las vacas sagradas, esas que —desde Bruselas, Washington, Nueva York, Hollywood u otros centros de poder— creen que pueden transgredir las normas y salirse con la suya.
Así se apelliden Epstein, Maxwell o Trump.
Pero creo que la paciencia de los hombres y mujeres inteligentes del mundo llegará a su límite. Dirán: ¡Basta!
Ya es tiempo de parar ese modo de actuar, por el bien de la sociedad.
Atendamos a las sirenas, que nos advierten que es hora del final.