El asesinato, cometido con crueldad, en contra de un menor de edad, en esta capital, ha indignado a la sociedad chihuahuense. Con justificada razón: ¿en la mente de qué enfermo puede planearse tal bestialidad?
Los medios han reseñado paso a paso el caso que debe encender los focos rojos de todas las estructuras oficiales, de la sociedad misma y de cada ciudadano, porque estamos frente a un crimen atroz, con saña, inhumano.
Vivimos tiempos oscuros en los que los encabezados periodísticos parecen sacados de una novela de horror, pero son tan reales como dolorosos. Cada día, nuevas atrocidades desgarran el tejido moral de nuestra sociedad: infanticidios, torturas, asesinatos sin motivo, mutilaciones perpetradas con una frialdad que hiela la sangre.
Crímenes bestiales que no provienen de criaturas mitológicas, sino de seres humanos —si es que aún merecen ese nombre— que caminan entre nosotros. ¿Cómo explicar la capacidad de un individuo para ejercer una violencia tan brutal, tan despiadada, contra otro ser humano?
Estas mentes torcidas, desfiguradas por traumas, ideologías enfermizas, negligencia social o un narcisismo sin freno, encuentran en la violencia una forma de afirmación, de control, de desahogo.
No estamos ante simples criminales, sino ante lo que algunos psiquiatras llaman "psicopatías funcionales": sujetos que aparentan normalidad, pero que han perdido toda conexión empática con el dolor ajeno. Ya no sienten culpa ni miedo ni compasión. Son verdugos modernos con acceso a redes sociales, armas, tecnología… y muchas veces, impunidad.
Ante cada crimen atroz, la sociedad reacciona con un grito ahogado de indignación. Las redes estallan en furia, los medios saturan con la opinión pública que exige justicia inmediata. Pero esa indignación, aunque legítima, suele ser efímera. Nos volvemos expertos en olvidar rápido, anestesiados por la sucesión incesante de horrores. El problema es que, en esa banalización del mal, también reside parte de nuestra descomposición.
¿Qué está fallando en nuestras comunidades? ¿Por qué hemos permitido que proliferen entornos donde el odio, el abandono y la crueldad germinen sin oposición? Sistemas educativos deteriorados, justicia inoperante, redes criminales que corrompen hasta los cimientos más básicos de la convivencia… todo confluye en un caldo de cultivo donde lo monstruoso deja de ser excepcional. Cuando la barbarie se vuelve cotidiana, la civilización está en peligro.
Los crímenes bestiales no son sólo el resultado de una mente perturbada. También son el reflejo de una sociedad enferma que no ha sabido proteger a sus más vulnerables ni reeducar a sus más peligrosos. Nos llenamos la boca con palabras como "rehabilitación", "prevención", "derechos humanos", pero olvidamos que la justicia también debe ser firme, coherente y preventiva. Sin consecuencias reales, el mal se envalentona.
La relativización ética es otra señal clara de descomposición. Si la empatía se vuelve selectiva, si la justicia se politiza, si el dolor de unos vale menos que el de otros, estamos alimentando una violencia aún más virulenta: la del cinismo social.
No podemos resignarnos. Es momento de una introspección profunda. Necesitamos rescatar el valor de la vida humana, el respeto al otro, la educación en la empatía, y un sistema judicial que no titubee frente a la maldad. La compasión no es debilidad, y la justicia no es venganza: es el único camino para reconstruir una comunidad que ha perdido el rumbo.
El homicidio de este inocente niño, preocupa, indigna, lastima y abre una herida profundamente dolorosa en la sociedad, que no puede permanecer apática a un hecho contundente de bestialidad animal, porque no puede ser llamado de otra manera.
Si seguimos tolerando lo intolerable, si continuamos conviviendo con los monstruos como si fueran parte del paisaje, un día despertaremos y descubriremos que la bestia no está afuera… sino dentro de todos nosotros.
Ese texto fue escrito con todo el respeto para la familia y amigos de la víctima. Descanse en paz.