Uno de los principales motores de la humanidad ha sido el anhelo de conocer. Sócrates, el filósofo griego, centró toda su atención en la importancia del conocimiento, del saber, para llegar a la verdad.
Y cuando cancelan el derecho a conocer y a saber, cancelan, por lo tanto, la verdad. Esta es la encrucijada en que se encuentra México.
Han ido eliminando órganos de transparencia y a cambio van implementando medida de vigilancia y control, lo que pone en serio riesgo a la libertad de pensamiento y expresión, envueltos en regalos de celofán y moños, pero con dulces envenenados en su interior, avalados por consignas y pactos de una aplanadora legislativa. Como en los viejos tiempos “institucionales revolucionarios” y en los países autoritarios disfrazados de populismo.
Con discursos diametralmente opuestos a los hechos, como la frase que le adjudican al tristemente célebre dictador de Uganda, Idi Amín, decía que en su gobierno había “libertad de expresión, lo que no garantizo es libertad después de expresarse”.
Si la mentira se puede convertir en verdad oficial y obligatoria, así también las utopías pueden adquirir la nacionalidad de realidad. Ahora, más que nunca, la novela de George Orwell titulada 1984 adquiere vigencia por más imaginación novelesca o creación literaria de un gobierno que mantiene en constante vigilancia a sus ciudadanos con el proyecto de espiar sus pensamientos para mantener el orden.
Por un lado, cancelan la posibilidad de conocer, con transparencia, las acciones del gobierno y por otro, ese interés lo regresan, pero del gobierno a los ciudadanos para espiarlos.
Al cumplirse 75 años de la publicación de esa novela, apareció poco tiempo de concluir la Segunda Guerra Mundial, con las imágenes de gobiernos autoritarios encabezados por Hitler y Stalin, podemos ingresar a un “deja vú” o regresar al pasado, donde la pesadilla irrumpe en la vida, después de haberla soñado creyendo que sólo era eso: una pesadilla.
Orwell ubica al gobierno del Gran Hermano, que vigila a todos, a través de un partido único, poderoso y celoso de quienes se atrevan a pensar de manera diferente al poder. Todos los ciudadanos están obligados a amarlo y ofrecerle su lealtad incondicional. Todo se ejecuta a través de cuatro Ministerios o Secretarías: ministerio de la verdad, de la paz, del amor y de la abundancia.
Cualquier coincidencia o similitud con la realidad actual es mera ocurrencia y locura del novelista George Orwell.
Sobre esto, académicos, profesionistas de la información, periodistas y servidores públicos coinciden en que las reformas al acceso a la información y transparencia han entrado a una zona de opacidad donde la ciudadanía será la primera víctima. Después de varios años de estar remando por órganos autónomos e independientes del Estado, de cruzadas ciudadanas, presiones y avances el cambio de reversa empezó a desandar.
Hay voces preocupadas por el atentado al derecho a saber, por la extinción de instituciones en un proceso de muerte anunciada, del sacrificio de la transparencia pero que, al mismo tiempo, hacen el esfuerzo por sugerir salidas, oportunidades y retos para salvar lo salvable.
Entre los objetivos de transparentar la información fue poner un dique a la corrupción, generar credibilidad y confianza y dar el paso a una nueva cultura política sacando de la esfera oficial los controles que antes se tenían evitando arbitrariedades, decisiones sin control y sobre todo luchar contra la opacidad que es una bien deseable para muchos gobiernos para ocultar malas conductas.
La opacidad da paso a la impunidad al eliminar contrapesos y vigilancia y luego viene la permisibilidad e indiferencia ciudadana ante la desviación de recursos públicos.
Precisamente una de las fortalezas del acceso y transparencia a la información es la redistribución del poder porque debilita la discrecionalidad y fortalece la vigilancia social. O el principio elemental de contrapesos y equilibrios de poder.
En diciembre de 2024 suprimieron el Instituto Nacional de Acceso a la Información como órgano autónomo y fragmentaron nuevas autoridades garantes para desmembrar la anterior estructura como un actitud de alergia a la transparencia y entre las novedades sospechosas contemplan la posibilidad de reservar información cuando su difusión “comprometa la paz social”, lo que abre la puerta a interpretaciones discrecionales y arbitrarias por parte de los sujetos obligados y de las nuevas autoridades garantes.
Ello implicó la eliminación de facultades de autoridades de transparencia que ya no pueden interponer acciones de inconstitucionalidad ni controversias constitucionales, lo que limita su capacidad para proteger el derecho de acceso a la información. Estas reformas, entre otras implicaciones, no sólo representan un retroceso en términos de transparencia y acceso a la información, sino que también contravienen el principio de progresividad de los derechos humanos, que exige la mejora continua y la no regresión en la protección de estos derechos.
En un apartado plantean que las redes sociales han jugado un papel fundamental en la información, pero también en la desinformación considerando que los medios de comunicación han evolucionado también y la gran mayoría de ellos -o en su totalidad- se encuentran en las diferentes plataformas. En un mundo digital, donde la ciudadanía da por válida la información que observa en las redes sociales, que por la misma dinámica diaria no se da a la tarea de verificar si es verdadera o falsa, se toma por verdadero lo que ahí se publica.
Entre las consecuencias de estrangular acceso a la información, en primera instancia, se detecta que existe un déficit de conocimientos básicos sobre el derecho de acceso a la información. Para poder exigir información a alguna institución, primero es necesario saber que se puede.
Sin embargo, más que nunca, la realidad obliga a reinventarse partiendo de las bases de la investigación, diversificando las fuentes, pugnando por la libertad de expresión, el derecho a la transparencia y los datos públicos; haciendo nuevas propuestas para narrar desde otros ángulos, preparándose más y mejor para saber cómo y a través de qué vías solicitar –o exigir en su defecto- la información significativa como legítima demanda e interés de la sociedad y sobre todo, para poder discernir la verdad de la mentira, ya que no habrá una certeza de que la respuesta obtenida, si es que la hay, sea real.
Este escenario nos puede ubicar en prácticas totalitarias como una posdemocracia retrógrada. Para ello, es menester rehacer la cultura política de la población mexicana, forjar ciudadanía participativa, responsable y solidaria, reflexiva, que defienda avances frente a retrocesos democráticos, no sólo en materia de democracia formal o instrumental, sino en la actividad del Estado y sus gobiernos, en todos sus órdenes. Ante ello, el Estado más débil es el democrático, sujeto a la crítica permanente y deterioro continuo de imagen, sometido a la tensión continua del conflicto, presa del populismo electoral y gubernamental.
No hay duda de que los riesgos para la transparencia en México son traducidos en reformas que aumentan la simulación, la opacidad, propuestas para debilitar los organismos autónomos, estancamiento en el combate a la corrupción, recortes presupuestales y una resistencia institucional a la apertura de información. Estos factores, combinados amenazan con hacer nulo el derecho de los ciudadanos a acceder a información pública, limitan la rendición de cuentas en el país, en tanto que los datos personales serán botín de los poderes legales y fácticos.
Mientras contraemos alergias a la verdad, desamor por el conocimiento, rechazo a la transparencia, nos entretenemos felices con los celulares en mano.