Fue desaseado el proceso para expedir, a propuesta presidencial, la nueva Ley General de Aguas y reformar la Ley de Aguas Nacionales de 1992, lo que ahora se convierte en el principal punto que genera incertidumbre y temor sobre qué busca en realidad la 4T con un nuevo marco normativo en la materia.
Cuatro jornadas completas de bloqueos carreteros totales y de aduanas la semana antepasada y otras medidas de presión de los últimos días, orillaron a dialogar sobre la redacción y algunos puntos de las iniciativas que al final pasaron Morena y aliados sin agotar las discusiones ni seguir la vía legislativa normal.
No hubo diálogo ni apertura de Gobernación; fue más bien simulación y exclusión facciosa de los grupos que les resultaban incómodos al poder, como los enviados desde Chihuahua, por lo que la misma gobernadora, Maru Campos, hizo un reclamo público dado que la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, se había comprometido a recibir a representantes de todos los sectores del estado.
No es algo para sorprenderse, así lo hacen los gobiernos cuando logran un poder hegemónico como el que ahora tiene Morena. Así pasaron la reforma judicial, la de la Ley de Amparo y otras tantas, como habrá de pasar la reforma electoral en ciernes, con cientos de simuladores foros por todo el país durante meses para aprobar algo ya prefabricado.
Pero en cuestión de agua, las modificaciones cobran relevancia especial en Chihuahua. Con una quinta parte de la población que vive directamente del campo, y el resto consume los alimentos que produce, el agua es insumo estratégico que vale más de lo que cuesta y es vital para la producción.
Todos, no nada más los productores del campo, habrán de pagar las consecuencias de las leyes que, por ahora, resultan imposibles de evaluar, pero sus efectos deberán notarse en el mediano plazo, especialmente si la producción rural decrece, con severas afectaciones para el consumo de toda la población.
Aunque las modificaciones legislativas afectan a todos, ricos y pobres, panistas y morenistas, empleados del sector privado y burócratas, la protesta campesina no tuvo mayor respaldo para obligar a, cuando menos, frenar el acelerado reformismo dictado desde Palacio Nacional.
Y peor aún, esa grave falta de empatía hacia los campesinos no fue desaprovechada por los partidos políticos que, alejados de cualquier discusión sobre bases técnicas, usaron el tema para la descalificación y el ataque.

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El espíritu de las normas -según dijo la presidenta Claudia Sheinbaum, en medio de un debate reduccionista más entre el oficialismo y la oposición- era acabar con los acaparadores del agua en México, tras haber mapeado las 530 mil concesiones que hay en el país y encontrarse con deplorables realidades sobre su uso.
Concesiones de uso agrícola en Jalisco usadas para regar campos de golf de los ricos; otras en Chiapas que generan desabasto para pequeñas comunidades, por estar destinadas a refresqueras; o grupos de familias que, con montones de títulos, sobreexplotan el agua para sus nogaleras en zona desértica, como los LeBaron en el noroeste de Chihuahua y otros millonarios de los agronegocios en otras regiones de la entidad.
Esos son algunos ejemplos de los que dieron pie a justificar la necesidad de la expedición de una nueva ley general en torno a la que prácticamente no hay desacuerdos por sus postulados lógicos, pero también a las reformas a una norma que data de hace 33 años, base sobre la cual se dispararon las concesiones, en especial entre la transición del PRI y el PAN, de 1999 en adelante.
La narrativa oficial es simple: México necesitaba una ley moderna, funcional, con acciones claras, uso equitativo, reglas sustentables y participación social. Eso dice el texto de la reforma. Es el tipo de legislación que, en papel, promete lo que toda sociedad pediría a gritos.
Pero lo que ocurrió en San Lázaro y en el Senado cuenta otra historia: dictaminación en horas, sin deliberación profunda; cambios al orden del día para acelerar la votación; guerra de propaganda y no debate de argumentos y una discusión a la ligera para una reforma que impacta a 130 millones de personas.
Con un paquete de más de 300 reservas, de las cuales sólo pasaron las de Morena, PT y PVEM, hubo momentos que rozaron lo grotesco. La decisión avanzó en salones blindados contra los mismos productores que dependen del agua para sobrevivir. Y mientras afuera rugían motores de tractor, adentro se intercambiaban acusaciones: “Morena odia al campo”; “Cártel del agua: explotación y sequía a manos del PAN”.
En ese ambiente, ¿cómo confiar en la calidad técnica y ética del producto legislativo? Así, a machetazos de procedimiento, nació la nueva norma máxima del agua.

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Pese al caos, la letra de la ley contiene transformaciones importantes, algunas celebradas por expertos en gestión hídrica; otras provocan alarma entre productores del norte y el bloque opositor.
Los artículos 22, 37, 48 y 49 fijan una nueva arquitectura para otorgar concesiones, heredarlas o traspasarlas; la disponibilidad de agua deberá revisarse cada dos años; la Autoridad del Agua, sucesora de la Conagua, tendrá facultades para reasignar volúmenes en 20 días hábiles, con trámites expeditos.
Además, las concesiones podrán traspasarse o heredarse sin modificar volúmenes, usos ni plazos y los ejidatarios, comuneros y pequeños propietarios conservarán sus derechos sobre el uso del agua al transmitir la tierra. Para algunos, esto es certeza jurídica; para otros, es la consolidación de un régimen que perpetúa inequidades históricas y es base de un control político eterno que busca Morena.
Por otra parte, las reservas del oficialismo introducen regulación sobre extracción subterránea, un tema delicadísimo en el norte, donde los acuíferos están agotados o sobreexplotados.
En materia de sanciones, la norma contempla infracciones como desvío, venta o extracción ilegal. El artículo 123 Bis establece penas de hasta ocho años de prisión por traslado ilegal; hasta cinco años para quien altere o desvíe cauces y ocho también para funcionarios que otorguen concesiones a cambio de beneficios.
¿Estas penas se aplicarán realmente a los grandes responsables de acaparamiento o serán un garrote discrecional contra pequeños usuarios? ¿Cómo aplicará la ley la autoridad si tiene atorados en Chihuahua 30 mil trámites de hace año y ni siquiera será dotada de más presupuesto en 2026?
¿Aplicará las sanciones para los morenistas en el gobierno que lucren con el cargo o también serán protegidos como en otros escándalos de corrupción?
Fuera del debate técnico, en terrenos de las posibilidades reales, la reforma es una gran amenaza. Entre los productores de Chihuahua, alentados sí por el PRIAN, pero también por la evidencia de las ineficiencias no reconocidas de la 4T, hay temor de que la autoridad pueda reducir volúmenes concedidos y que decisiones supuestamente expeditas se tomen desde el centro, lejos de la realidad del campo.
Temen que el margen para heredar, transferir o consolidar derechos sea visto como privilegio por el gobierno, a la vez que observan una clara intención de politizar el agua, mediante la centralización del poder en la Autoridad del Agua, sin asegurarle recursos técnicos ni financieros para ello.
En Chihuahua, donde la productividad agrícola depende del riego, estos temores se multiplican.

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Así, para el oficialismo la reforma es un acto de justicia. Desde Morena el discurso uniformado dice que por décadas los gobiernos del PRI y el PAN distribuyeron concesiones a discreción, lo que fortalece la idea de que hay un cártel del agua, en alusión a redes de políticos, empresarios y grandes productores.
Este coctel, al igual que el de los opositores, contiene partes de verdad... y muchas más partes de propaganda. Pero hay una realidad grave escondida en el propagandismo oficial y opositor: Chihuahua siente de inmediato la reforma, porque cerca del 90 por ciento del agua disponible se va al sector agrícola, con acuíferos sobreexplotados, otros en vías de colapso y grandes comunidades urbanas que dependen de pipas; en suma, el modelo agrícola actual -forraje, nogal, riego intensivo- es incompatible con la disponibilidad real en el estado.
Aún así, para el productor chihuahuense promedio, del que come gran parte del estado, esta ley es la diferencia entre seguir sembrando o quedarse sin riego. Y, a la vez, para el Gobierno Federal Chihuahua sólo es ejemplo del viejo régimen que sobre-concesionó, sobre-extrajo y dejó colapsar acuíferos para beneficiar a élites regionales.
De esta forma, aprobado con todos sus cuestionamientos y en la antesala de su promulgación, el nuevo marco jurídico presenta varios escenarios para el futuro cercano.
En el más optimista, las nuevas normas fortalecen la vigilancia, reducen el abuso de concesiones, protegen acuíferos y colocan el derecho humano por encima del interés privado, con lo que incentivan la agricultura sostenible y la seguridad hídrica; en otro escenario posible, la ley queda en buenas intenciones, se aplican sanciones menores, se preservan privilegios históricos y Chihuahua sigue siendo una bomba de tiempo en este renglón estratégico del desarrollo.
En el peor de los escenarios, la 4T usa la ley como instrumento político, los productores se radicalizan al tiempo que los acuíferos siguen su ruta al colapso, mientras comunidades rurales quedan atrapadas entre la ley y la realidad; así enfrentaríamos las crecientes crisis hídricas sin una estructura institucional sólida.
¿Esta legislación garantiza agua suficiente, justa y sostenible para México o sólo redistribuye el poder político sobre un recurso cada vez más escaso? La respuesta no la dará ningún madruguete legislativo ni la politización insana del tema en aras de ganar la conversación. La darán el tiempo y la sed en cada estiaje que tenemos en el desierto.