En la fatal historia del joven Luis Alejandro Delgado, levantado, desaparecido por semanas y luego encontrado muerto entre finales de 2023 y principios de 2024, subyacen algunos factores que muestran un aspecto oculto, algo disimulado, de una descomposición social y política grave aquí en la ciudad.
El asesinato, la detención de un par de sus “amigos”, Diego Armando V.A. y Vicente M.V., y la reciente exoneración con la que los benefició un Tribunal de Juicio Oral, no pueden entenderse si no es con la mezcla tóxica de esos elementos que reflejan fielmente una realidad imposible de ignorar.
Detrás de todo está un todavía empoderado, aunque fracturado, Cártel de Sinaloa en la ciudad de Chihuahua, con una libre y protegida operación abierta en varias zonas, incluidas algunas muy ricas y exclusivas, más allá de la incontenible proliferación del cristal en las periferias.
Luis Alejandro es uno de muchos -quizá el más ruidoso, eso sí- que han terminado en fosas clandestinas después de toparse de frente con cualquiera de los grupos criminales protegidos en la ciudad de alguna manera, por una, otra, otra o todas las corporaciones.
Las carpetas de investigación ministerial que acaban de ser enviadas a la basura en los tribunales pueden ser obra no intencional o sí deliberadamente mal integradas y con otros intereses, pero, como sea, el reto de detener presuntos criminales y sostener las acusaciones ante la justicia no ha sido alcanzado.
Aparecen en el fondo del grave fenómeno, además, los jueces llamados a conformar los tribunales de enjuiciamiento. En la causa relacionada con Delgado Zárate, fueron Ricardo Márquez Torres, Lucero Anaid Moreno Navarrete y Ricardo Cardoza Quiñones, quienes, con la mano en la cintura, desestimaron las imputaciones y las evidencias, de acuerdo con las quejas surgidas desde la Fiscalía del Estado.
De los jueces, Márquez va de salida porque ni siquiera se postuló para la elección de julio; Cardoza también se va el último día de agosto, perdedor en el proceso electoral; y la jueza Moreno Navarrete repetirá como tal, tras ganar en la contienda. La situación particular de cada uno podría en algo explicar su fallo colegiado, pero jamás convencer de que buscaron hacer justicia.
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Por lo investigado, reconstruido e inferido, el joven de 19 años fue víctima un grupo criminal que opera bajo el mando de Gente Nueva/Cártel de Sinaloa. Su historia terminó como otras igual de cruentas, que finalmente se repiten constante y sistemáticamente por la impunidad que genera cierta ausencia de autoridad.
Por un móvil desconocido o del que nadie habla abiertamente, sólo con suposiciones que más parecen el clásico intento de criminalizar a la víctima, fue levantado de las afueras de un fraccionamiento al norte de la ciudad en la víspera navideña de 2023, después de ser citado para supuestamente vender una camioneta.
Su cadáver apareció hasta febrero del año siguiente en los alrededores del ejido Francisco I. Madero, en la zona rural al norte de la capital. No es una casualidad que en el mismo predio hayan sido encontrados los cadáveres desmembrados, en otra fosa diferente, de otras dos personas cuyas muertes terminaron invisibilizadas ante el escándalo provocado por la desaparición del joven.
Que fuera Luis Alejandro de una clase social privilegiada no fue el motivo del escándalo propiamente, aunque tal vez sí de una intervención policial y ministerial mayor a la de otros casos, encabezada por el propio fiscal estatal, César Jáuregui, quien no soltó los hilos de la investigación a pesar del aparente desgano de algunos mandos policiacos a los que les es más rentable quedarse de brazos cruzados.
El caso implicó mucha logística criminal para capturarlo, matarlo y dejarlo en un lugar donde jamás habría de ser encontrado, de no ser por pistas y revelaciones que los investigadores debieron obtener de otros integrantes del cártel, quién sabe si de sus “amigos” exonerados o de dónde.
Eso y la grave señal de que el crimen organizado estaba asentándose de nueva cuenta en las más profundas capas de la sociedad fue lo que disparó las alertas y provocó ese ruido mediático que, de no haber existido, posiblemente su cadáver seguiría como el de los miles de chihuahuenses desaparecidos en las últimas décadas.
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La captura de dos supuestos implicados en la desaparición forzada -delito tan grave como el homicidio, pero que después fue eliminado del proceso penal seguido contra ambos- fue una aparente señal favorable de la procuración de justicia de Chihuahua.
Casi 18 meses después de la detención de quienes supuestamente habían encaminado a Luis Alejandro a su muerte, la señal se tornó negativa. Desapareció la justicia y fue encontrada muerta días después, igual que el joven victimado.
Los allegados a la investigación critican que los jueces Márquez, Cardoza y Moreno desecharon sin razón las declaraciones de 17 testigos y casi una decena de peritos, así como 50 pruebas documentales en el juicio; jurídicamente, a juzgar por la sentencia emitida, nada probó todo ese cúmulo de evidencias.
Desde el Ministerio Público descalifican a los juzgadores y sostienen el antijurídico argumento de que no es que Diego Armando y Vicente sean inocentes, sino que los jueces los soltaron así nomás; o de que su liberación más de un año después de haber sido detenidos no significa que sean inocentes.
Sin embargo, en el sistema judicial ellos son inocentes y no tienen responsabilidad de probarlo. Es la autoridad investigadora la que debe probar, fuera de toda duda razonable, su culpabilidad, que por angas o por mangas no fue plenamente demostrada.
¿Se vendieron los jueces corruptos o el Ministerio Público fue el que se doblegó ante algún interés criminal? ¿Fueron deficientes los juzgadores en la valoración de la evidencia o lo fue la autoridad persecutora de los delitos? ¿Es complicidad o es incompetencia de una o ambas autoridades intervinientes en el proceso judicial?
Para el caso concreto de “El Chinito” da la misma cualquier respuesta. La opacidad con la que se manejaron las investigaciones, la oscuridad en que se realizó el juicio y la impunidad resultante (no hay un solo detenido y solo hay dos inocentes que jurídicamente fueron encarcelados de forma injusta) son evidencia plena de un sistema de justicia deprimente en Chihuahua.
A la vez, el caso es también evidencia del poder de un cártel sobre una autoridad arrodillada, por voluntad propia, ineficiencia o complicidad, mientras la sociedad es arrastrada por un fenómeno criminal imposible de frenar si desde las instancias oficiales no es puesto el ejemplo.
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Más allá de lo formalmente presentado en juicio, el crimen ocurrió. Desde las sombras, desde donde ha podido empoderarse en Chihuahua una facción de la organización criminal envuelta en fracturas internas desde hace algunos años, fue palomeado el asesinato del joven; eso no puede ser olvidado ni ignorado.
Ese grupo responsable de la desaparición del joven y de su brutal tortura aplicada como parte de su ilegal sentencia de muerte, es el que también se da el lujo de mantener su control en amplias zonas de la ciudad, en las más exclusivas, sobre todo, donde existe una paz simulada, una paz hipócrita que las autoridades presumen como un logro, pero no es tal.
El caso rompe con la inexplicable narrativa triunfalista de que los homicidios van a la baja igual que la incidencia delictiva y la violencia en general. Estos “logros” de paz son obra de una organización criminal dominante e intocable, no de gobiernos u otras autoridades; eso evidencia la impunidad en el caso de Luis Alejandro y tantos más, mientras el narco sigue con la operación de su negocio a sus anchas.
Porque el delito no había sido resuelto con la sentencia a dos presuntos actores marginales hoy liberados; ese era avance mínimo en la resolución del caso, los autores materiales e intelectuales jamás han sido alcanzados.
Así, la desaparición y muerte de un joven cuya vida estaba centrada en la zona de mayor plusvalía de la ciudad pone de relieve la existencia de criminales que han tomado como propios esos territorios exclusivos y privilegiados para sus actividades delincuenciales.
Si la pobreza y marginación de las periferias de la ciudad, constantemente criminalizadas, no fueran un problema suficientemente grave, veamos ahora que la impunidad alcanza también hasta niveles socioeconómicos más altos donde, al parecer, conviven sin pudor los que han hecho fortuna con esfuerzos legítimos y los que tienen riqueza obtenida mediante la otra vía, la ilegal, la criminal.
En cuestión de justicia salen perdiendo los ciudadanos con esta mezcla de factores: jueces obtusos alejados de las necesidades de la sociedad y tolerancia social a la infección criminal, que alcanza a las familias más encumbradas, a los altos niveles políticos y económicos, a los mejores colegios privados, los mejores restaurantes, los más exclusivos fraccionamientos.