La construcción de imagen política va más allá del aliño personal y la ropa: Luis XIV, el famoso Rey Sol, convirtió el arte y la arquitectura en su mejor herramienta de comunicación política. La imagen lo es todo: entre más retratos y salones gigantescos decorados con máximo lujo, más grande el mito.
El monarca francés Luis XIV se hizo retratar más veces que cualquier influencer actual sube selfies a Instagram. Sus imágenes estaban por todos lados: en palacios, monedas, grabados y hasta en la prensa de la época. Así, hasta el francés más perdido en la campiña sabía quién mandaba desde París. Pero no era solo por vanidad. Bajo su reinado, el arte se organizó oficialmente para servir a la gloria del príncipe. Pintores, escultores y arquitectos trabajaban para que cada rincón de Versalles y cada cuadro gritaran: “¡Aquí manda Luis XIV!”. Inspirado en los antiguos romanos y en Maquiavelo, el rey usó la cultura para consolidar su poder y dejar claro que él era el mero mero.
Desde joven, Luis XIV fue retratado como guerrero, como dios, como emperador. Bernini, el gran escultor italiano, aceptó hacerle un busto. Y no faltaron los artistas que, con cera o pincel, capturaron hasta el último detalle de su real y reluciente rostro. En el siglo XVII, la metáfora era la reina. Luis XIV se apropió del mito de Apolo, el dios Sol, y lo hizo suyo. Así, el rey no solo era el centro de Francia, sino del universo. Los jardines de Versalles, las fuentes y hasta las fiestas estaban diseñadas para recordarle a todos que el Sol (o sea, Luisito) era quien daba vida y orden a todo.
La monarquía absoluta era casi una religión. El rey no solo gobernaba, también inspiraba devoción. Las ceremonias en el Salón de los Espejos eran puro espectáculo, y hasta las guerras se pintaban para mostrar al rey como héroe invencible. Eso sí, cuando había que aplastar herejías, Luis XIV no se tentaba el corazón. Además de ser adicto a la gloria militar. Sus conquistas y batallas llenaron cuadros y tapices, mientras que la paz era más bien un tema secundario. Su lema, “Nec pluribus impar”, decía que, como el Sol, podía con varios mundos a la vez. Modesto, el muchacho.
Cuando Luis XIV murió en 1715, dejó claro: “Me voy, pero el Estado siempre permanecerá”. Y vaya que su huella sigue viva. El arte, la política y la cultura francesa no serían lo mismo sin ese toque de grandeza y teatralidad que él impuso.
Algunos siglos han pasado, pero el legado solar de Luis XIV ha sido emulado, a través del tiempo, por varios monarcas y gobernantes dictatoriales y hasta elegidos democráticamente. Uno de ellos es, actualmente, el mandatario de los Estados Unidos Donald Trump.

Leyendo “El Observatorio Trump” de Antoni Gutíerrez-Rubí en el periódico español El País, es inevitable profundizar en la referencia hecha al Rey Sol, analizando el “rediseño” urbano y arquitectónico que pretende dejar como legado Trump.
Cada ceremonia de toma de protesta, en cualquier país del mundo, manda un mensaje de poder, sin embargo, la de Donald Trump, el pasado mes de enero, para muchos, fue una exhibición de poder, de esas que solo se ven en las películas de Hollywood, y parecía más una misa imperial que una toma de posesión presidencial. Y desde el epicentro de la Washington D.C., anunció que, “la era dorada de Estados Unidos acaba de comenzar”.
Estados Unidos vive una dualidad. Por un lado, sus instituciones y tradiciones se esfuerzan por mostrar que la democracia sigue viva y coleando. Por el otro, en los rincones menos visibles, se siente el inicio de una nueva era, donde Trump no ve límites ni contrapesos. Para él, este no es su segundo mandato, sino el primero como la cabeza del nuevo imperio de los EUA, con todo el poder y sin concesiones.
Volviendo al Rey Sol: su fascinación por el valor era infinita, por ende, su gusto por el oro era proporcional. Amarillo como el sol que lo inspiraba, el oro se volvió parte esencial de su decorado en Versalles. No era solo cuestión de lujo, sino de mandar un mensaje: aquí manda el que brilla más. Cada rincón, cada mueble, cada sala, relucía para recordarle a todos quién era el mero mero del reino.
Pues bien, Donald Trump no se ha quedado atrás, como escribe Antoni, desde antes de llegar a la presidencia, su penthouse en Manhattan y su mansión en Mar-a-Lago ya eran un derroche de dorado y maximalismo. Para Trump, el oro es sinónimo de poder, y ahora llevó ese estilo a la mismísima Casa Blanca: ha decorado el famoso Despacho Oval con adornos de oro de verdad y hasta lo presumió en redes sociales.
La Casa Blanca contará con un salón de baile y banquetes con lámparas doradas y espacio para hasta 900 personas, es decir la versión estadounidense de Versalles en el siglo XXI. moderno, pero en Washington.
El brillo es distinto a las épocas del Rey Sol, antes el omnipresente arte y el oro comunicaban poder absoluto. Actualmente, la omnipresencia trumpiana está en las redes sociales, en todo Internet y los medios tradicionales de todo el planeta comunicando que el nuevo brillo imperial es el que se forja al estilo Donald Trump.

ESPRESSO COMPOL
Exageración en la palabra y en la imagen no es exclusiva de Trump. Lo vemos en otros mandatarios y mandatarias, por una tendencia muy clara: las grandes potencias quieren regresar.