Observé con atención el anuncio que recientemente lanzó la Subsecretaría de Movilidad de Chihuahua (Tránsito), de que en esta temporada retomará las revisiones aleatorias dirigidas a los automovilistas.
Es obvio que son acciones preventivas para disminuir los accidentes viales, ocasionados, muchas veces, por conductores que han consumido alcohol.
Estamos en una época en que las posadas, las fiestas, brindis y reuniones entre compañeros de trabajo y amigos se multiplican. Se vale, por supuesto, pero… ¿nos hemos puesto a pensar lo que ocasiona la ingesta de alcohol?
Hace unas décadas no existía la telefonía celular y mucho menos las plataformas de vehículos de alquiler; pero en aquellos años, las campañas preventivas eran efectivas. Recuerdo, sobre todo, la que nos ocupa en este tema: “si toma, no maneje”.
Estadísticas conservadoras (reportes de medios de comunicación) muestran que de 2022 a noviembre de 2024 hubo al menos unos 700 accidentes automovilísticos en el estado de Chihuahua, provocados por conductores con algún grado de ebriedad.
En septiembre de 2024, la diputada Xóchitl Contreras presentó una iniciativa para reformar el Código Penal estatal, pues las sanciones no reflejan la magnitud del problema. Y tenía razón: “en 2023, Chihuahua se posicionó como el estado con el mayor número de muertes por accidentes viales relacionados con el consumo de alcohol, registrándose 292 fallecimientos y más de 6 mil 500 personas lesionadas. Estos números han generado preocupación en Ciudad Juárez, donde, en lo que va de 2024, ya han reportado 141 accidentes directamente vinculados al consumo de alcohol, con un saldo de 64 lesionados y 8 muertes”. Así lo reseñó el 17 de septiembre la página del Congreso del Estado, en referencia a la propuesta de la diputada Contreras.
El alcohol altera funciones esenciales del organismo incluso en pequeñas cantidades, y sus efectos son amplificados de manera exponencial a medida que aumentan los grados de alcohol en la sangre. Entender estos riesgos no es sólo un acto de responsabilidad individual, sino un compromiso con la seguridad colectiva.
El nivel de alcohol en la sangre suele medirse en gramos por litro (g/L). Aunque la normativa varía entre países, los efectos fisiológicos y conductuales son bien conocidos. Con 0.2 a 0.3 g/L ya aparecen los primeros signos de deterioro: una ligera euforia, reducción de la capacidad de atención y una sutil pero peligrosa disminución en la capacidad de reacción. Aquí estamos hablando de dos copas, máximo.
Cuando el nivel asciende a 0.5 g/L, límite legal en muchos lugares, el deterioro es evidente. El campo visual se estrecha, el tiempo de reacción aumenta de manera significativa y se altera la percepción de distancias y velocidad. En este punto, un conductor puede tardar el doble en reaccionar ante un frenazo repentino o un peatón que cruza sin aviso. Dicen los expertos, que aquí se habla de 4 a 5 copas de bebidas con alcohol.
Con 0.8 g/L, (6 a 7 tragos) los efectos se vuelven críticos. Se pierde coordinación muscular fina, la visión puede volverse borrosa y aparecen dificultades notorias para mantener la trayectoria del vehículo. El conductor no sólo reacciona tarde, sino que lo hace con movimientos torpes e imprecisos.
A partir de 1.0 g/L, el riesgo de sufrir un accidente grave se multiplica, y en algunos casos puede llegar a ser entre 5 y 10 veces mayor que el de un conductor sobrio.
De hecho, muchos accidentes ocurren porque el conductor cree que “ya se le pasó” después de haber esperado un par de horas, cuando en realidad el organismo sigue procesando el alcohol a un ritmo lento -aproximadamente 0.1 a 0.15 g/L por hora-, insuficiente para garantizar un estado seguro para conducir.
Ninguna persona procesa el alcohol de la misma manera ni existe una fórmula universal que permita calcular con precisión cuándo “es seguro” conducir después de beber. La única respuesta responsable es simple y contundente: si toma, no maneje.
Más allá de las cifras y los límites legales, lo que está en juego es la vida. Las campañas de seguridad vial a menudo recurren a imágenes impactantes para recordarnos las consecuencias, pero el mensaje esencial es ético: ninguna celebración, ningún “sólo fueron dos copas”, ningún trayecto corto justifica poner en riesgo la vida propia y ajena. Conducir bajo los efectos del alcohol no es un accidente; es una decisión evitable.
En una sociedad que aspira a una convivencia más segura, la responsabilidad individual es fundamental. Cada persona que elige no conducir después de beber se convierte en un eslabón de prevención. Optar por un taxi, plataforma, transporte público o un conductor designado no debería verse como un acto excepcional, sino como un estándar de madurez social.
El alcohol y el volante son una mezcla incompatible. Estamos en esa época en que el furor de las fiestas se puede convertir, si no lo asumimos con responsabilidad, en un funeral. Al tiempo.