En dos sentidos fue un juego de niños, bastante perverso, el paro judicial de casi tres meses: primero, porque la justicia federal atiende un mínimo de casos en comparación con la estatal; y, segundo, porque desde las elecciones de junio estaba prácticamente aprobada la reforma que sacudió al aparato de justicia.
Así, el pataleo no pasaría ni pasó de ser mero berrinche de infantes perdidos, pero eso hasta ahora. Puede ser nada si lo comparamos con lo que viene. De hecho, los miles de casos detenidos a nivel nacional en el Poder Judicial Federal, son nada con la cantidad que atiende en su día a día el Poder Judicial del Estado, que alcanza alrededor de 100 mil asuntos al año.
En ese sentido, la eventual paralización de la justicia estatal, de continuar la misma dinámica golpista y confrontadora de forma sistemática, puede hacer que palidezca la resistencia federal que vivimos en Chihuahua los últimos meses. Esa resistencia que apenas ahora parece medio vencida.
En la justicia federal hablamos de amparos e impugnaciones de los que tienen para enfrentar largos, tortuosos y costosos litigios; hablamos también, en menor medida, de asuntos más urgentes, detenciones por delitos federales y escabrosos temas que rara vez alcanzan al ciudadano común.
Pero si hablamos de justicia estatal, hablamos no sólo de presuntos delincuentes que cometen delitos de alto impacto y otros que lastiman directamente a la sociedad.
También hablamos de pensiones alimenticias, custodias de niños y niñas, de una demanda más común y cotidiana de justicia, con impacto directo en el día a día de víctimas y personas vulnerables que requieren de la más amplia protección.
Por eso, el paro de la justicia federal es un juego de niños si llega a paralizarse la justicia estatal, como desde hace días han advertido los magistrados del Tribunal Superior, encabezados por su presidenta, Myriam Hernández.
Los juzgadores de primera y segunda instancia no se han cruzado de brazos, han recurrido al ataque activo de una reforma que consideran lesiva para sus intereses particulares, así como para los justiciables, como les dicen a los ciudadanos.
No han reparado, sin embargo, en que la reforma rebasó hace mucho, desde septiembre cuando menos, el terreno de lo jurídico, para situarse en la cancha de lo político, una en la que todos los partidos, gobiernos e instituciones, parecen haberse quedado sin operadores con calidad y oficio suficiente para enfrentar el reto que les plantea el cambio más profundo del sistema en siglos.

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En el estado de Chihuahua, el Ejecutivo encabezado por Maru Campos ha mantenido la prudencia, al menos en lo formal, ante la reforma judicial impuesta por una aplanadora morenista que hoy tiene sobrada mayoría calificada para, si quiere, hacer otra Constitución.
En la estrategia opositora a la reforma, el PAN en el Congreso del Estado, al mando de Alfredo Chávez, ha optado por la tibia rebeldía, mientras el morenismo que encabeza Cuauhtémoc Estrada se ha contagiado de la soberbia guinda nacional que ha considerado a la elección de junio como el mandato divino para acomodar el Poder Judicial a su antojo.
Así, tenemos un Congreso local que está entre legislar o no legislar, entre obedecer o no un mandato constitucional, bajo la lógica de que la justicia federal -que pretende erigirse en juez y parte de la reforma judicial- ha dictado inservibles suspensiones como si fueran enchiladas.
Ese marco le ha puesto la mesa a enfermizos separatistas como el diputado de Movimiento Ciudadano, Francisco “Pancho” Sánchez, que salen con vaciladas leguleyas como la revisión del pacto federal para hacer de Chihuahua un estado de la unión federal que atienda la Constitución mexicana únicamente a conveniencia del poder político en turno.
A la vez, el Poder Judicial ha reaccionado con la controversia constitucional presentada contra la reforma y los amparos de los juzgadores; luego, con una iniciativa de reforma urgente a la Constitución del Estado, para garantizar los derechos-privilegios de los juzgadores, una vez que llegue, como va a llegar, la reforma nacional.
Tenemos, pues, que la clase política local, del PRIAN y de Morena, han abonado al galimatías nacional más problemas que soluciones a la crisis constitucional e institucional más grave quizás desde tiempos de las Leyes de Reforma.
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Así, por un lado, tenemos a Morena enfilada a construir su sistema de gobierno basado en la demolición total de los regímenes precedentes; por el otro, a una oposición obtusa, limitada a querer pelear en el terreno jurídico algo que políticamente está perdido hace meses.
Democráticamente, la 4T está en su derecho de hacer lo que le venga en gana, sin más límites morales que los autoimpuestos. Lo asentamos desde el resultado de la elección.
La oposición, en cambio, ejerce su sagrado derecho de pataleo, pero lo hace con una visión reducida al partir de la idea de que los mexicanos no conocimos la democracia hasta finales de los 90 o por el año 2000, cuando se dio la transición del PRI al PAN. Ahora vivimos en la monarquía o la dictadura, según esos partidos, basados en quién sabe qué lecturas derechairas de las teorías del estado.
La oposición parte también de la idea de que lo construido de 2000 a 2018 fue democrático y cuando llegó Andrés Manuel se acabó la democracia. Puras premisas falsas y viciadas de origen.
La democracia ha evolucionado durante décadas en México, con Chihuahua como punta de lanza de la alternancia, pero nunca ha terminado. La democracia está en obra negra siempre; fluye como agua de río, no está jamás estancada, dicen los clásicos... y parece que no lo entienden los opositores.
Además, creen que todo lo que se construyó en las últimas tres décadas en el país -el INE, la Suprema Corte como la conocemos, la Constitución y ni se diga el aberrante por inservible Sistema Nacional Anticorrupción o el sistema de transparencia- es perfecto e inamovible.
Partir de esas concepciones es un error. La democracia no acabó en el 2018, lo que terminó, podría decirse, fue un periodo de transición que dio paso, en gran medida por la corrupción de la clase política, a que una nueva mayoría se instalara en el poder.
Esa nueva mayoría de López Obrador sepultó la transición, no la democracia, para comenzar un régimen diferente. Mejor o peor, como quiera verse, pero diferente al que había.
Va en ese paquete la revolución al Poder Judicial que tanto a nivel federal como estatal representa un reto político para la nación y sus ciudadanos. Político, bajo las reglas de la democracia, no jurídico ni atado a tecnicismos leguleyos que, sumados a la podredumbre que brota del sistema aferrado a conservar un estatus que ya no existe, le han hecho perder la conversación y el debate público.

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Así, tenemos que fue un mandato democrático el que instaló un nuevo régimen, que ha vencido por las buenas -y a veces por las malas- a sus opositores, entre los que se han incluido, algunos con inusitado fanatismo, jueces, magistrados y ministros del más alto tribunal del país.
Ahora bien, la historia global nos ha dado lecciones de que algunos de los peores regímenes políticos se han instaurado democráticamente en sus inicios: así lo hizo el nacionalsocialismo de Hitler en Alemania en 1933 o, sin ir más lejos, el de Hugo Chávez en Venezuela en 1988. Ambos líderes ganaron con mayorías abrumadoras e incuestionables.
No está México condenado a eso por la 4T, por más que la derecha catastrofista así haya tratado de venderlo sin éxito. Pero, desde luego, el poder absoluto alcanzado plantea ese riesgo.
Esas lecciones no pueden enfrentarse con inservibles recursos jurídicos de aplicación imposible, como lo han sido los amparos y las controversias o, más recientemente, el proyecto salomónico del ministro Juan Luis González Alcántara, casi convertido en santo de la oposición por su propuesta de salida jurídica y política digna, tan tardía como torpe, ingenua y tramposa.
Llega tarde una alternativa para negociar entre la mayoría y las minorías, pero además aderezada con las pasiones sin freno anti Andrés Manuel, anti 4T, anti Claudia, a quienes el PRIAN insiste en no reconocerles cambio favorable alguno, ni siquiera el mérito del triunfo en las urnas en dos ocasiones.
Con este obstáculo por vencer, los berrinches infantiles parecen tan inútiles como perversos. Porque eso es perverso, tratar de ejercer el monopolio de las leyes que tuvieron hace años y perdieron no tanto por una buena oferta electoral morenista, sino por la pésima gestión del bono democrático que tuvieron.
La necesidad de crear un nuevo sistema de contrapesos democráticos es mucha como para dar una batalla a punta de berrinches infantiles que, de seguir así, no hará más que agravar la crítica situación de la justicia.