Ciudad de México.- El asalto a las instituciones se ha consumado con la llamada reforma de la Supremacía Constitucional. A partir de que entre en vigor, tras ser publicada en el Diario Oficial de la Federación, la Suprema Corte de Justicia de la Nación dejará de ser garante de la legalidad constitucional.
El miércoles pasado se consumó una de las acciones más demoledoras para el sistema de pesos y contrapesos que teníamos en México; un Poder Ejecutivo de la mano con el Legislativo decidió que el pueblo votó a favor de quedarse indefenso y sin herramientas para combatir los excesos del poder.
Con 343 votos a favor –uno de ellos fantasma—y 129 en contra, Morena y sus partidos aliados votaron en lo general y particular que ninguna reforma a la Constitución podrá ser impugnada, suspendida con amparos, controversias constitucionales o acciones de inconstitucionalidad.
Una legislación de esta naturaleza genera un tremendo desequilibrio en los poderes establecidos en México; al momento de determinar que cualquier reforma a la Constitución es inimpugnable entonces se favorecen los cambios arbitrarios, caprichosos e incluso anticonstitucionales.
Si bien los tres poderes pueden proponer leyes o reformas a la Constitución, corresponde al Poder Legislativo su aprobación, pero en no pocas ocasiones sucede que lo ahí aprobado contraviene disposiciones de la Constitución y la única forma de enmendar la plana de lo que se aprobó mal, es la revisión que hacía la Suprema Corte de Justicia de la Nación cuando había una solicitud expresa.
Eso ya no será así.
Con la Supremacía Constitucional la Suprema Corte no tiene facultades para aceptar amparos, analizar lo aprobado y defender a los mexicanos de cualquier acto que atente contra su persona, bienes, trabajo o derechos naturales.
No solamente eso, los estados y municipios ya no pueden ampararse cuando exista una legislación que consideren lesiona el pacto federal y por tanto puedan ver afectados sus ingresos, su desarrollo o su propia autonomía.
El estado de derecho se rompió y quedamos a expensas de los caprichos o deseos de una Presidencia de la República que con el respaldo del Poder Legislativo se amafiaron para derrumbar al otro poder.
Esto es en extremo peligroso, no solamente por el enorme poder que se acumula en una persona; sino porque también genera desconfianza e incertidumbre en aquellos que pensaban invertir en México.
Los estados con mayor desarrollo privilegian en gran medida el estado derecho, no como un simple argumento de propaganda política, sino como una manifestación al mundo de que son confiables, de que las leyes garantizan inversiones y que el Estado es un promotor, pero no un jugador esencial en el desarrollo económico.
Es lo que llaman algunos “el Jenga legal”, entre más sólido y confiable sea el sistema de impartición de justicia, mayor confianza se tiene en un estado y menos se sospecha de la intromisión gubernamental en las decisiones económicas que afectan los capitales invertidos, particularmente aquellos que vienen de otras naciones.
Para todo esto es fundamental la confianza, pero al romperse el equilibrio de poderes, lo que sucede es que aparece un estado de indefensión. ¿Ante quién se recurre cuando hay una reforma constitucional que violenta a la misma Constitución? Ya no hay instancia que pueda ayudar.
Cierto es que la Supremacía Constitucional tiene como eje el evitar que la Suprema Corte de Justicia de la Nación eche abajo la reforma al Poder Judicial y evita que acepte amparos e incluso que pueda declarar inconstitucional una o todas sus partes.
Pero el alcance que tiene va más allá de este momento y abre las puertas para los excesos y abusos, para un ejercicio del poder sin límites y solamente con la garantía de la palabra de que el gobernante en turno será respetuoso de las leyes, algo que en México no tiene sustento.
Sin la existencia de una parte revisora de la constitucionalidad de las leyes, lo que impera es una falta de supervisión que garantice en primera instancia el apego estricto a la letra de la ley y en segunda, que determine los mecanismos de defensa cuando alguien pueda sentir que sus derechos constitucionales son lesionados.
Por lo pronto esa parte ya se perdió y quedamos expuestos a la voluntad de que quien gobierna pueda sustraerse de la tentación del abuso de poder y de legislar a contentillo o conveniencia.