Desde que tengo memoria de la vida pública del país, ha sido una constante la existencia de señalamientos entre el crimen organizado y los altos políticos y funcionarios de seguridad pública en las entidades federativas. Desde los tiempos en que el PRI gobernaba prácticamente todo el país, pasando por algunos estados gobernados por el PAN, estos vínculos han sido frecuentes, al grado de que a la gran mayoría le genera ya más morbo que extrañeza.
Sin embargo, nunca antes se había acusado a un exsecretario de Seguridad Pública del país, como ocurrió con Genaro García Luna, quien formó parte del gobierno de Felipe Calderón. García Luna fue acusado y ya sentenciado por Estados Unidos a cadena perpetua por sus nexos con el Cártel de Sinaloa.
Estos señalamientos han alcanzado por igual a gobernadores priistas y panistas una vez que dejaron el poder (por lo que no se descarta que con Morena ocurra lo mismo, una vez que dejen el poder en algunos estados donde gobiernan, siendo expriistas o expanistas).
Recordamos así a los gobernadores priistas Mario Villanueva, Pablo Salazar, Tomás Yarrington, Andrés Granier, Jesús Reyna, Humberto Moreira, Eugenio Hernández y Roberto Borge (de Quintana Roo, Chiapas, Tamaulipas, Tabasco, Michoacán, Coahuila, nuevamente Tamaulipas y nuevamente Quintana Roo); y del PAN a Guillermo Padrés y Luis Armando Reynoso (estos dos últimos sin ser acusados formalmente de delincuencia organizada, pero sí de delitos relacionados). Todos fueron detenidos y/o procesados penalmente.
En México, cuando se acusa a políticos y altos funcionarios de seguridad pública, generalmente es porque se rompió el pacto de impunidad o el acuerdo entre el gobierno en turno y el anterior (aun cuando sean del mismo partido). La excepción ha sido la acusación formal de narcogobierno en el sexenio de Calderón, pues en ese caso quien acusó formalmente a su secretario de Seguridad Pública —y con ello a su gobierno— fue Estados Unidos.
Por eso no resulta extraño lo que ocurre en Tabasco, donde, a pesar de que ambos personajes son del mismo partido (Morena), por diferencias políticas (algunos afirman que estas diferencias provienen desde la esfera nacional), el gobernador en turno ha acusado formalmente al anterior secretario de Seguridad Pública de dicha entidad por nexos con el crimen organizado.
Sólo así se da la persecución de delitos en México: por diferencias políticas más que por un auténtico sentido del deber y la ética. Por eso es tan importante que en Morena no se permita que cualquier personaje llegue al gobierno, ya sea municipal o estatal, motivado por el pragmatismo, la conveniencia política o el beneficio económico en las altas esferas de decisión. La historia nos ha enseñado que quienes se formaron en la clase política anterior (afortunadamente las nuevas generaciones se están formando en un México donde ya no se normaliza la corrupción y el abuso de poder) no se preocupan precisamente por la gente, sino por sus propios bolsillos.
Por eso, quienes construyeron a Morena no deben permitir que esa clase política que antes formaba parte del círculo de poder prianista se enquiste en el partido (repito: los políticos de esa vieja clase política y los nuevos que replican esa manera de ejercer el poder), y mucho menos que lleguen a encabezar gobiernos, pues estarán destinados a ser gobiernos corruptos y corruptores.
Con esto no peco de ingenuo ni quiero decir que los morenistas de base o los verdaderos obradoristas sean incorruptibles. Sin embargo, sí existe una auténtica intención en muchos militantes y simpatizantes que provienen de la lucha desde el movimiento (conozco a varios y varias), con el verdadero deseo de un México más justo, igualitario y humano. Son ellos, quienes combatieron siempre al prianismo y a los prianistas, los que ahora ven con preocupación cómo estos se quieren enquistar en Morena y seguir ejerciendo el poder de la única manera que lo conciben: con excesos, abusos y corrupción.