¡Me han robado la maldita moto!”, dijo.

“No necesitas una moto”, le dije. “Estamos a punto de casarnos y tener hijos. Las motos son demasiado peligrosas. No queremos que nuestros hijos crezcan rodeados de ellas”. Cité un par de estadísticas.

Las cosas encajaron perfectamente cuando compró el viejo Plymouth Volare de su abuela. Nunca olvidaré la primera vez que entró en la casa de mis padres en aquella bestia. Seguía siendo cool. Su frescura era intrínseca a su personalidad y no dependía de su medio de transporte.

No obstante, la sensación que tuve aquel día es la misma que imagino que deben sentir los ganaderos cuando doman a un semental preciado: el semental puede seguir siendo una criatura magistral, pero sabes que has marcado un trozo de su alma. Debe de ser por eso por lo que no intervine más agresivamente en lo que ocurrió 30 años después, cuando se me acercó con una gran sonrisa, me empujó su computadora y me dijo: “¡Mira lo que he encontrado en Craigslist!”.

Había encontrado su moto robada. O una moto del mismo año, marca, modelo y color, con las mismas franjas personalizadas.

“Siempre me prometí a mí mismo que si alguna vez tenía éxito”, dijo, “volvería a comprar mi moto”.

Por supuesto, intenté desanimarlo, según el manual de la buena esposa. Pero tampoco podía negar lo desinteresadamente que había trabajado para darnos una vida a mí y a nuestros hijos, sin permitirse nunca pasatiempos ni aficiones. Según mi plan, se había convertido en la personificación de un hombre de familia. No sentía que hubiera mucho que pudiera decir para disuadirlo. Después de todo, el más joven de nuestra prole estaba haciendo las maletas para ir a la universidad.

Compró la moto, prometiendo que nunca conduciría por la interestatal, sin casco o de noche. Fiel a su palabra, murió a plena luz del día en una carretera rural detrás de nuestra casa. Los desconocidos que lo vieron morir a un lado de la carretera confirmaron que llevaba el casco bien abrochado.

El conductor distraído que acabó con su vida no tenía carné de conducir, ni seguro, ni aparentemente ningún remordimiento.

Vuelvo a pensar en aquel trabajo de Filosofía de la universidad y en aquellos dos jóvenes ingenuos que creían que con un poco de palabrería se podía superar todo. Ahora sé que no es así. Como viuda con experiencia de vida, ahora me interesa más la verdad a la que quería llegar el profesor que la nota que yo deseaba obtener.

¿Tenemos libre albedrío? ¿Podemos tomar decisiones que cambien el futuro? Sí, claro que podemos, y lo hacemos. Pero también nos precipitamos por un camino inalterable sobre el que tenemos poco que decir.

Lo único que sé es que hay vulnerabilidad en amar a otra persona con todo tu corazón y toda tu alma, en construir tu vida en torno a otra persona. Y eso es a menudo mucho más de lo que esperábamos.