El sábado 16 de septiembre de 2023, Sam Terblanche, estudiante de tercer año en la Universidad de Columbia, fue a un partido de fútbol americano al Yankee Stadium. En el trayecto en metro hasta allí, le dijo a sus amigos que se sentía muy mal. El domingo, fue a urgencias quejándose de dolor de cabeza y escalofríos. El lunes, más enfermo, volvió a ir. En ambas visitas, Sam fue dado de alta con un pronóstico tranquilizador: “síndrome viral agudo”.
Cuando salía del hospital el lunes por la noche, Sam les contó a sus padres vía mensaje de texto: “Solo es un mal virus, tendré que tomar advil, vomitar e hidratarme”, escribió.
“Uf”, respondió su padre, “Buenas noticias de que no hay nada grave (supongo)”.
El jueves 21 de septiembre, el padre de Sam, Villiers Terblanche, recibió una llamada de un decano de Columbia. “Cuando dijo: ‘Tengo una noticia triste’, supe que algo malo había ocurrido”, recordó Terblanche en una declaración. Tenía la llamada en altavoz, en la sala de estar de la familia. “La situación se puso muy caótica por unos minutos porque Louise” —la madre de Sam— “gritaba con el alarido más desgarrador que he escuchado en mi vida y Ben” —el hermano menor de Sam— “perdió el control”.
Dos años después de la muerte de Sam, su padre (conocido como “VT”), sigue sin entender cómo su hijo de 20 años pudo pedir ayuda en el servicio de urgencias del hospital Mount Sinai Morningside dos veces en 24 horas y luego morir solo en su dormitorio dos días después.
Terblanche se reunió con quien en ese momento era la directora médica, Tracy Breen (actualmente es la presidenta del hospital), dos meses después de la muerte de Sam. Hizo una grabación de la reunión y la entregó como parte de las pruebas previas al juicio. En una sala bien iluminada, sentada ante una mesa de conferencias, Breen explicó que, tras una revisión interna, Mount Sinai Morningside había llegado a la conclusión de que estaba “cómodo, satisfecho, cualquier palabra inútil que usemos” con su decisión de dar el alta a Sam en urgencias. Fue un “golpe devastador”, me dijo Terblanche.
Breen admitió que la muerte de Sam era la “peor pesadilla” de un profesional de urgencias y que probablemente haría que el personal “se pregunte y sienta algo así como ‘¿Me equivoqué?’”. Al mismo tiempo, informó a Terblanche que no podía acceder a los detalles de la revisión, pues eran “confidenciales e internos”.
Terblanche ha sido abogado toda su vida profesional, y considera aquella reunión como un punto de inflexión. ¿Cómo puede un ejecutivo reconocer que los mejores médicos a veces se equivocan y al mismo tiempo insistir, sin aportar pruebas, en que el hospital estaba libre de culpa? A partir de ese momento, se dio cuenta de que si quería respuestas, tendría que luchar. En agosto de 2024, demandó a Mount Sinai Morningside y a cinco médicos que trabajaban allí por negligencia médica y homicidio culposo. En un comunicado, Mount Sinai expresó sus condolencias a la familia Terblanche, pero declinó hacer comentarios sobre el caso de Sam.
“Cualquier pérdida de un paciente afecta profundamente no solo a las familias, sino también a los equipos de atención que se dedican a proporcionar un cuidado de la máxima calidad”, decía el comunicado.
‘Mover la carne’
El proceso judicial de Terblanche contra Mount Sinai Morningside se centrará en la estrecha definición jurídica de “estándar de cuidado”. Pero el caso de Sam Terblanche hace resaltar las interrogantes que se ciernen sobre todo aquel que utiliza los servicios de urgencias: ¿Podemos esperar que los médicos de urgencias, personas imperfectas que atienden a pacientes idiosincrásicos, actúen de manera casi perfecta en un sistema que está al límite? Y cuando la atención es defectuosa, ¿dónde está la línea que separa lo adecuado de lo deficiente, y quién, más allá de jueces y jurados, lo decide? En 2022 se produjeron 155 millones de visitas a los servicios de urgencias en Estados Unidos, frente a 130 millones en 2018, y se prevé que esa cifra aumente a medida que entren en vigor los recortes de Medicaid del presidente Donald Trump. Un tercio de los estadounidenses no tiene médico de atención primaria, frente a una cuarta parte hace 10 años.

Los servicios de urgencias, que antes eran el último recurso para las fiebres de medianoche, las lesiones deportivas de fin de semana y las víctimas de accidentes automovilísticos, se han convertido en la consulta médica de millones de personas. Los pacientes acuden con dolor de estómago, dolor en el pecho y tos; lesiones en la cabeza, sobredosis y quejas indeterminadas; depresión, hipertensión y hambre.
“El espectro de la enfermedad es increíble”, dijo Reuben Strayer, médico de urgencias del Maimonides Health en Brooklyn, Nueva York, cuya conferencia Emergency Thinking ha sido vista casi 80.000 veces en YouTube.
El primer trabajo de cualquier médico de urgencias, según me explicó, es identificar y tratar a los pacientes que necesitan reanimación. Estas evaluaciones no suelen ser complicadas. “Si alguien acaba de recibir un disparo en el pecho y está inconsciente, sabes perfectamente dónde está”, dijo.
Determinar qué pacientes están en peligro inminente es mucho más difícil. Esto requiere una evaluación rigurosa, focalizada y matizada de todo paciente que no esté ni obviamente moribundo ni obviamente bien. “Puedes tomar los signos vitales y, si son tranquilizadores y su aspecto es bueno, la inmensa mayoría de ellos están bien. Pero no todos”, me dijo Strayer. El paciente que parece estar bien pero está en peligro es a la vez una preocupación urgente del médico y una aguja en un pajar, y “cuantos más pacientes que están ‘bien’ utilicen el servicio de urgencias como atención primaria, más difícil será encontrar esas agujas”, dijo.
El personal de urgencias está sometido a una presión cada vez mayor para dar el alta a los pacientes lo antes posible: los cínicos entre ellos llaman a su trabajo “mover la carne”. Los hospitales operan casi al límite de su capacidad debido a instalaciones viejas y a presiones económicas. En una carta de 2022 al presidente Joe Biden, el Colegio Estadounidense de Médicos de Urgencias dijo que el fenómeno conocido como boarding —en el que los pacientes esperan en urgencias durante días y a veces semanas para ser ingresados en el hospital— era una “emergencia de salud pública”. Mientras esperan, estos pacientes muy enfermos abarrotan los pasillos de urgencias, agotando el tiempo del personal mientras los pacientes nuevos no dejan de llegar.
“Puedes imaginarte que, cuando alguien llega con síntomas más sutiles, o no tan sutiles, existe un mayor riesgo de que se le pase por alto”, dijo Allen Kachalia, vicepresidente senior de seguridad y calidad del paciente en Johns Hopkins Medicine.
Por duro que sea el trabajo, la precisión diagnóstica en urgencias en general es alta. Aun así, una revisión sistemática reciente de investigaciones publicadas estimó que el 5,7 por ciento de los pacientes de urgencias tendrán al menos un error de diagnóstico y el 2 por ciento sufrirán un contratiempo como consecuencia de ello. Una fracción, el 0,3 por ciento, sufre daños graves, incluidas 50 muertes al año en un servicio de urgencias promedio con 25.000 visitas anuales. Los médicos de urgencias han discutido estos datos, pero el problema de los errores de diagnóstico está bien establecido. Un factor común en los errores de diagnóstico, escribieron los autores, era lo que llamaron “el desafío cognitivo” de identificar condiciones peligrosas en pacientes con síntomas indeterminados, leves o transitorios.
En su segunda visita, Sam dijo que seguía teniendo dolor de cabeza. “No era el peor dolor de cabeza de su vida”, decía el historial clínico.
Dos visitas a urgencias
VT y Louise Terblanche son sudafricanos de nacimiento. Sus hijos nacieron en Nueva York y se criaron principalmente en Abu Dabi, donde VT era socio en la firma Latham & Watkins. Los Terblanche son una familia adinerada, pero el adjetivo que VT utiliza con más frecuencia para describirse a sí mismo es “calvinista”. Es un hombre sensato y exitoso, predispuesto a confiar en que las autoridades se han ganado su lugar. En todas mis conversaciones con él, a lo largo de casi un año, rara vez utilizó la palabra “duelo”.
Me dijo que aún sueña con Sam varias veces a la semana, “pero ya no me despierto preguntándome: ‘¿Sucedió esto realmente o no?’. Sé que sucedió”.
Tras la muerte de Sam, los Terblanche se trasladaron a Nueva York; VT se tomó un permiso del bufete de abogados y se matriculó en un programa de maestría en política de salud en la Universidad de Nueva York. En su esfuerzo por comprender la seguridad y el riesgo de los hospitales, se encontró con estas proyecciones frecuentemente citadas: más de 200.000 personas morirán cada año por errores médicos evitables. Quedó impactado. De manera conservadora, Terblanche calculó que estas cifras equivalen, al menos, a un accidente mortal de un Boeing 747 por semana.
El domingo, al día siguiente del partido de fútbol americano en el Yankee Stadium, Sam empezó a sentirse muy mal. Esa noche recorrió la cuadra que lo separaba de la sala de urgencias del Mount Sinai Morningside con un amigo. Ahí, describió su dolor de cabeza y sus escalofríos. Con su exploración física, los médicos descartaron la meningitis y le hicieron pruebas de gripe, covid y virus respiratorio sincitial, conocido como VRS (todas dieron negativo). Le dieron Tylenol y Zofran y lo enviaron a casa.
Al día siguiente se sentía peor, “muy mal, jaja”, escribió en un mensaje de texto a su novia, Kayla Francais. Había estado vomitando todo el día. Se despertó de la siesta con escalofríos incontrolables y sufrió dolorosos calambres en las piernas en la ducha.
Kayla, que tenía 20 años y había estado consultando con su madre, dijo que creía que debía ir a urgencias otra vez.
“Yo también lo creo”, respondió Sam.
Sam volvió al Mount Sinai Morningside poco después de las 8 p. m. del lunes 18 de septiembre. En la jerga de la sala de urgencias, era un “rebote”, un paciente que volvía en poco tiempo, siempre una señal de alarma.
Además de las quejas anteriores de Sam, ahora se quedaba sin aliento al caminar. Tenía tos. Según su historial médico, tenía una fiebre de 38,1 grados y su frecuencia cardiaca era de 126 latidos por minuto. La frecuencia cardiaca normal de un adulto es de entre 60 y 100.

Cuando Aditya Banerjee, quien en ese momento era residente de primer año, examinó a Sam, llevaba menos de un mes trabajando en urgencias. “En ese momento”, dijo en su testimonio, “difería todas mis evaluaciones y la toma de decisiones médicas al médico responsable”. Aquella noche era Samuel Agyare, un médico veterano que dijo en una declaración que trabajaba a tiempo completo en Mount Sinai Morningside y a tiempo parcial en el hospital Lincoln del Bronx.
Tras la pandemia de covid, el Mount Sinai Morningside estaba en problemas. A lo largo de 2023, los niveles de personal de enfermería en urgencias fueron tan bajos que, en febrero de 2024, un tribunal de arbitraje otorgó a las enfermeras sindicalizadas casi un millón de dólares por trabajar turnos con personal insuficiente. En los tres años que comenzaron en 2022, Mount Sinai Morningside recibió una calificación de “C” en seguridad por parte del Grupo Leapfrog, una organización de vigilancia sin fines de lucro.
La noche de la segunda visita de Sam, la sala de urgencias estaba “muy concurrida”, declaró Agyare. Al pasar por la sala de espera, reconoció a Sam, a quien había atendido la noche anterior. Agyare acompañó a Sam a una cama de urgencias pediátricas, según dijo en una declaración, y lo examinó.
Banerjee declaró que también examinó a Sam, luego consultó con Agyare y trazaron un plan. Era tarea de Banerjee documentar los cuidados de Sam, y cuando empezó a hacerlo, apareció una ventana emergente en la pantalla de su computadora. La fiebre y la frecuencia cardiaca de Sam habían activado un aviso automático de sepsis, una enfermedad potencialmente mortal en la que el sistema inmunitario reacciona de forma peligrosa ante una infección. Requiere una intervención rápida. Para ayudar al hospital a cumplir la normativa estatal sobre sepsis, la ventana emergente proporciona una lista de pruebas y órdenes utilizadas para identificar y tratar la sepsis.
Agyare había ordenado a Banerjee que hidratara a Sam de inmediato, pero que esperara a los resultados de sus análisis antes de pedir una radiografía de tórax o los potentes antibióticos que se utilizan para tratar la sepsis.
Pero Banerjee era un novato y se atascó. No lograba descifrar cómo usar la plantilla para completar algunas, pero no todas, las órdenes automáticas. “Este fue mi primer paciente que activó el protocolo de sepsis”, explicó en su testimonio. Así que pidió ayuda a Connor Welsh, un residente de tercer año.
A las 8:50 p. m., Welsh le enseñó a Banerjee cómo hacerlo. Desde su propia computadora, hizo clic en un campo del historial de Sam para afirmar que la sepsis era poco probable: “Según mi evaluación”, decía la nota automatizada, “este paciente no cumple los criterios clínicos de la sepsis bacteriana”. Luego Welsh registró lo que Banerjee dijo que Agyare había dicho antes: “Probable síndrome viral. Chequeo pendiente”. El nombre de Welsh aparece en la nota, pero en su declaración señaló que nunca interactuó con Sam. Dijo que los residentes veteranos suelen ayudar así a los más jóvenes. “Firmé esta nota basándome en la conversación con el proveedor, Banerjee, basándome en su evaluación y en el tratamiento médico de Terblanche”, declaró.
Mientras tanto, Sam estaba en la cama 36, con aspecto agotado. Su amigo Charlie Sagner estaba en la sala de espera, haciendo los deberes. En una actualización a sus amigos, Charlie escribiría que Sam parecía “zombie”. Hacia las 9 p. m. Sam envió un mensaje a sus padres en Abu Dabi. “De vuelta en urgencias”, escribió. “Me están dando líquidos y haciendo análisis de sangre”.
“Oh, cariño”, respondió su madre, Louise. “¿Puedo llamar?”.
‘Sobrecarga de notas’
El historial de Sam tiene 51 páginas, un catálogo de códigos de facturación y abreviaturas, casillas para marcar y apuntes, actualizaciones y apéndices. El registro de la segunda visita contiene numerosas contradicciones: la frecuencia cardiaca de Sam estaba documentada en 126, y sin embargo Banerjee marcó la casilla de “normal”. En un lugar dice que Sam no tenía tos, mientras que en otro dice que sí. Las firmas de médicos que declararon no haber visto nunca a Sam —incluido uno que no estuvo en el hospital aquella noche— acompañan a algunas notas. Se pidieron signos vitales que no se tomaron, así como un electrocardiograma.
Terblanche ha leído el registro innumerables veces, siempre buscando pistas. El historial le parece ridículo: ¿Por qué decidiría un médico anular una alerta diseñada para proteger a Sam del peligro?
Los médicos describen los registros médicos electrónicos como una tarea desagradable y frustrante. Se oponen a la forma en que los historiales han evolucionado para dar prioridad a la facturación y la defensa de la responsabilidad legal sobre la atención clínica. Y ven a la sinfonía de alertas y ventanas emergentes bienintencionadas, en el mejor de los casos, como una distracción.
La “sobrecarga de notas” se refiere a la cantidad de mensajes redundantes e innecesarios que genera un historial clínico electrónico. Los avisos automatizados que ayudan en la toma de decisiones médicas siguen siendo relativamente poco sofisticados, explicó Kachalia, ejecutivo de seguridad del paciente del Johns Hopkins, en una llamada telefónica. “Aunque pueden ayudar, el problema es que a menudo alertan de más”, como un coche que pita cuando hay un obstáculo en el camino y también cuando no lo hay, dijo. Estos avisos poco fiables pueden provocar “fatigas de alertas” y, a veces, el hábito mental de ignorarlos.
Los médicos de urgencias con los que hablé se mostraron en gran medida comprensivos con la decisión de anular la alerta de sepsis. Me recordaron que en 2023, a finales de la era covid, las salas de espera de urgencias estaban llenas de pacientes jóvenes con infecciones virales que presentaban fiebre, dolor de cabeza y náuseas. La gran mayoría mejoraría.
Sin embargo, también estaban de acuerdo en que el registro de la atención que recibió Sam durante su segunda visita es escaso. Las casillas de verificación y las plantillas pueden ayudar a la eficiencia, me dijeron varios médicos, pero también pueden distraer a los médicos de los pacientes que tienen delante.
Incluso Breen, la ejecutiva del Mount Sinai Morningside, admitió durante su reunión con Terblanche que la toma de decisiones no estaba “bien capturada en el registro clínico en general”. Tras la muerte de Sam, le dijo: “una de las cosas de las que hablamos con ese equipo es quizá cómo plasmar mejor eso, para contar mejor su historia”.
La gran ausencia en el historial de Sam era el “por qué”. Sam se encontraba peor. ¿Por qué Agyare afirmó desde el principio que era “poco probable que requiera ser ingresado”, como decía el historial médico? Sam se quedaba sin aliento al caminar, le dijo al menos a un médico que tenía tos y no podía retener la comida ni la bebida. ¿Qué motivos tuvo Agyare para no ordenar los antibióticos como precaución? Explicó lo que pensaba en su declaración. Aparte de un poco de fiebre y una frecuencia cardiaca elevada, la exploración física de Sam “no tenía nada de especial”, dijo.
Y Agyare dijo que no pidió una radiografía de tórax porque los pulmones de Sam sonaban bien. “El paciente no tenía problemas respiratorios. Su frecuencia respiratoria estaba dentro de los límites normales”, dijo.

Cada uno de los seis médicos de urgencias con los que hablé señaló la omisión de la radiografía de tórax. Un médico que quiere descartar la sepsis en un paciente que rebota querrá demostrar que hizo una búsqueda exhaustiva de infección. Una radiografía de tórax podría haber revelado (o descartado) neumonía, sangrado o líquido en los pulmones.
Sin embargo, advirtieron, también podría no haberlo hecho. “Podría haber sido normal y aun así podría haber muerto”, dijo Maria Raven, jefa de medicina de urgencias del Centro Médico de la Universidad de California en San Francisco. Todos los médicos también enfatizaron que no estaban ahí. Ellos no examinaron a Sam.
¿Anormal, pero no preocupante?
En mayo me senté con la familia y con Kayla en la larga mesa rústica de los Terblanche. Hablábamos de Sam, a quien le encantaban las discusiones políticas, podía ser irritante en su certeza e intentaba ser bueno, incluso valiente, en sus relaciones. Era el tipo de novio que ayudaba a Kayla a hacer pulseras antes de un concierto de Taylor Swift, y luego usaba él mismo una que decía “novio”. Sam era ecologista y defensor de los derechos de los palestinos desde hacía mucho tiempo. Empático, molestaba a su padre por su firme pose de invulnerabilidad. Pero en general era, como dijo Kayla, haciendo referencia a Taylor Swift, “un complaciente patológico”.
Kayla tiene una teoría del caso. Señaló que los prejuicios contra las mujeres y las personas de color en los servicios de urgencias están documentados desde hace mucho tiempo. Ella cursó la carrera de estudios de género en Barnard. Tal vez Sam no causó alarma entre el personal de urgencias porque era un hombre joven que no quería “parecer débil”. Cree que Sam sabía lo enfermo que estaba: “Simplemente no sabía cómo defenderse. No sabía cómo hacerse escuchar”.
Sam era joven. Estaba sano y en forma. Esto en sí mismo puede ser un obstáculo para el diagnóstico. Los médicos de urgencias con los que hablé describieron cómo los cuerpos de los jóvenes suelen compensar la enfermedad o el trauma hasta que no pueden más. Parecen estar bien, o suficientemente bien, y entonces “caen por un precipicio”, como me dijeron varios médicos.
Cuando se le pidió que recordara el aspecto de Sam durante una declaración en agosto, Agyare recordó a “un joven que se comunicaba bien y no parecía estar sufriendo”.
Los resultados de los análisis de Sam empezaron a llegar después de las 9 p. m. De los más de 70 resultados que figuran en su historial, casi tres decenas están marcados con flechitas y signos de exclamación como “anormales”. Pero en su declaración, Agyare dijo que, en el caso de Sam, esas marcas no eran clínicamente preocupantes. Los médicos de urgencias con los que hablé en general estuvieron de acuerdo; “no hay una prueba concluyente”, dijo uno de ellos.
No existe un único análisis de sangre para detectar la sepsis. El conteo de glóbulos blancos de Sam era normal, y en la sepsis suele ser alto (o, en caso de sepsis abrumadora, muy bajo). El lactato, otro marcador de la sepsis, también era normal.
En medicina hay un dicho que reza: “Cuando oigas cascos, piensa en caballos, no en cebras”. Los síntomas de un paciente suelen apoyar el diagnóstico más probable, no la posibilidad más rara. Villiers Terblanche cree que su hijo murió de sepsis, una de las principales causas de muerte en los hospitales y notoriamente difícil de diagnosticar.
Benjamin Miko, profesor adjunto de enfermedades infecciosas de la Universidad de Columbia, está dispuesto a declarar como perito en el caso de Sam. El historial clínico electrónico advertía de la sepsis de dos formas distintas, me dijo, “así que en realidad no les corresponde a los médicos decir: ‘No queremos hacer una radiografía. No queremos usar antibióticos’”.
Pero el informe de la autopsia de Sam no es concluyente en cuanto al papel de la sepsis. Según la Oficina del Médico Forense en Jefe de Nueva York, la causa principal de la muerte de Sam fue una “hemorragia pulmonar de etiología desconocida”: sufrió una pérdida masiva de sangre en los pulmones, pero el forense no pudo determinar la razón. Un hemocultivo tomado en la segunda visita de Sam a urgencias no dio positivo, lo que significa que si Sam tenía una infección peligrosa aún no era detectable en su sangre. El corazón de Sam, post mortem, estaba agrandado, al igual que el hígado. Su bazo estaba congestionado. Su riñón mostraba daños en los tejidos. (El análisis toxicológico de Sam dio negativo).
David Strayer, patólogo experto en autopsias, quien coeditó el libro de texto médico Patología de Rubin, revisó los documentos médicos de este caso. (Él es padre del médico de urgencias y bloguero Reuben). Strayer no vio las láminas de patología, pero cree que es poco probable que la sepsis sea culpable de la muerte de Sam. Él cree que Sam era una cebra, el paciente excepcional con un diagnóstico atípico: una enfermedad autoinmune, un trastorno de la coagulación o una reacción exagerada a algo que ingirió o bebió. Una autopsia adicional realizada por la Clínica Cleveland sugirió la posibilidad de un síndrome inflamatorio multisistémico asociado a la covid. Sam había tenido covid varias semanas antes, aunque en el hospital dio negativo.
En general, los resultados de laboratorio de Sam estaban mal. Sus plaquetas, glóbulos rojos y hemoglobina eran bajos. (“Es un chico de 20 años. Su conteo de glóbulos rojos no debería ser bajo. No tiene la regla. No tiene una herida abierta”, dijo Strayer). Tenía el sodio bajo. Tenía la glucosa alta. La creatinina, que mide la función renal, estaba “dentro de los límites normales”, pero era alta para una persona de su edad. En el análisis de orina había sangre y glóbulos blancos elevados.
Los resultados del laboratorio de Sam “indican que algo grave está pasando ahí. Y no está nada claro qué es”, dijo Strayer.
Pero, ¿cómo actúan los médicos de urgencias ante este nivel de complejidad en sus entornos de gran volumen y rápida rotación? ¿Debería esperarse que dieran seguimiento durante días a los resultados enigmáticos de los análisis de sangre? ¿O que llamen por teléfono a los pacientes después del alta para ver cómo están? La realidad de la saturación hospitalaria hace que los médicos duden en insistir en la hospitalización cuando los casos, a primera vista, no parecen justificarla.
Un médico de urgencias puede insistir en que un paciente acuda a un médico de atención primaria, dijo Raven, de la Universidad de California en San Francisco. Ella a veces se queda con un paciente para ponerlo en observación, o para volver a comprobar valores que pueden ser preocupantes, añadió. En el Mount Sinai Morningside, los médicos de urgencias pediátricas, donde atendieron a Sam, no tienen esa capacidad, señaló Agyare en su declaración: “Tienen que tomar una decisión sobre ellos. O ingresan en el hospital o se les da el alta”.
Raven hizo una pausa durante nuestra conversación. “Pienso mucho en esto. O sea, nuestro trabajo es bastante arriesgado”, dijo. “Creo que todos tratamos de no pensar en eso cuando empezamos un turno cada día, pero pueden pasar cosas malas. Y depende de ti estar extremadamente alerta. Y, hasta cierto punto, tener suerte, la verdad”.
Empieza el delirio
Hacia las 10:30 p. m., luego del cambio de turno en el hospital, Neil Makhijani, otro residente, sustituyó a Banerjee y pasó por la cama 36 para ver cómo estaba Sam. Para entonces, Charlie Sagner había terminado su tarea y estaba sentado a su lado, charlando. “Paciente reevaluado. Dice sentirse mejor”, decía la nota de Makhijani. Habló con Sam de los resultados del laboratorio. Sam se tranquilizó: “Todo lo de la sangre salió normal”, escribió a sus padres.
Sam le dijo a Makhijani que estaba listo para irse a casa. “Creo que estaba como diciendo: ‘Sácame de aquí’”, me dijo Charlie. “No había signos evidentes de que todavía, pues, estuviera mal”. El médico ordenó un segundo litro de fluidos por vía intravenosa y comenzó los trámites de alta. En el campo de “diagnóstico”, repitió la conclusión anterior: “síndrome viral agudo”.
El documento de alta decía: “Si desarrollas algún síntoma nuevo o que empeore, o los síntomas que aún tienes persisten durante más tiempo del que hablamos, debes volver al Servicio de Urgencias inmediatamente”. Indicaba que Sam debía acudir a un médico de atención primaria. La frecuencia cardiaca de Sam seguía siendo anormalmente alta, pero era capaz de retener la comida y la bebida. Makhijani le dio una nota para justificar su ausencia, diciendo que estaría listo para volver a la escuela el miércoles. También le dio una copia de los resultados del laboratorio, que Sam apiló cuidadosamente sobre su escritorio.
Courtney Mangus, médico de urgencias de la Universidad de Míchigan, destacó lo importante que es que los médicos sean sinceros con los pacientes cuando no están seguros de un diagnóstico. Esta sinceridad puede ayudar a los pacientes a superar la vergüenza por volver una tercera vez, dijo, hablando en términos generales.
“No puedo creer que sigo teniendo solo un virus”, escribió Sam a sus amigos al salir del hospital. “Qué anticlimático. De verdad pensé que me moría”.
Más tarde, esa misma noche, escribió a Kayla: “Lo primero que voy a comer cuando pueda volver a comer será chick fil a”.
Esta es la parte que atormenta a la familia y amigos más cercanos de Sam. Sam fue a urgencias porque se sentía mal. Luego volvió, aún más enfermo. Los médicos le dijeron que tenía un virus. Él —y todos sus conocidos— les creyeron. “Fui con Sam al hospital y me dijeron que estaba bien”, me dijo Charlie. “Así que no tenía muchos motivos para dudar de lo que pasaba porque confiaba en que el hospital hiciera su trabajo”. En sus últimos días, Sam estuvo en cuarentena. No quería que sus amigos se contagiaran lo que él tenía.
El martes, Sam se despertó sintiéndose un poco mejor. Por mensaje de texto, le preguntó a sus padres qué debía comer.
“bagels sin nada”, escribió su padre.
“El pollo es muy bueno”, sugirió su madre.
El delirio comenzó esa tarde. “Echo de menos a la sociedad humana”, le escribió en un mensaje a Kayla hacia las 7 p. m. “Me converncí que era el vdadero jefe de los vikingos”, escribió. “Debo dejar de hacer religiones. Me convenc que tengo seguidores Todos bajo las sábanas conmigo”.
“Jajaja”, escribió Kayla. Y luego: “Aguanta por favor”.
El miércoles, los padres de Sam volvieron a preguntar por su estado. Su padre quería saber: “cómo está el paciente”, y le recordó a Sam que le dijera feliz cumpleaños a Ben. Por mensaje de texto, Kayla empezó a enviarle a Sam caricaturas de animales con corazones en lugar de ojos. Su ausencia la ponía nerviosa, le escribió, y necesitaba que él estuviera más en contacto.
“Me reportaremas”, escribió. “Lo prometo”.
“¿Cuándo acabará esto?”, preguntó ella.
“Hablamos cuando me recupere”, escribió Sam. “Ni idea”.
Cuando Sam no respondió a sus mensajes el jueves por la mañana, Kayla llamó a Charlie, quien informó a la seguridad del campus.

Las declaraciones en el caso Terblanche contra Mount Sinai Morningside empezaron en enero de 2025. VT siempre asiste. Sabe que es algo ingenuo, pero desea que alguien en la sala deje de ponerse a la defensiva y asuma alguna responsabilidad por lo que le pasó a Sam. Los médicos de Mount Sinai Morningside están bien preparados. Sus respuestas son cautelosas y sobrias.
Para VT, algunas de estas sesiones son tan angustiosas que al día siguiente no trabaja y se va a recorrer alrededor de 100 kilómetros en su bicicleta. Los llama sus “paseos en bici antidepresivos”.
Las maquinaciones legales también son desgarradoras para Louise. Cada declaración —relatada por su marido, que toma abundantes notas— le trae recuerdos del día en que se quedó parada en un rincón del dormitorio de Sam sosteniendo su almohada mientras sus amigos arrancaban sus pósteres de las paredes. La imagen de la última semana de Sam se ha ido aclarando poco a poco.
“El hecho de que todos pensemos que se podía haber evitado es horrible”, me dijo. “Y luego también, digo, no creo que nunca sepamos de qué murió. No sabemos cuál era la infección. Tal vez era algo horrible y tal vez hubiera muerto de todos modos. Pero el hecho de que muriera solo, sin ayuda. Eso, para mí, es duro”.
Louise echa de menos su comunidad en Abu Dabi, y en Croton se ha dedicado a la jardinería. “No podía dejar de plantar”, dijo. “Quiero que vengan las abejas”. Cree que una vigorosa colonia de abejas sería un homenaje adecuado para Sam, su hijo ecologista. Mientras continúen las declaraciones hasta el otoño de 2025, VT dejará Latham & Watkins. Está buscando una nueva carrera que honre a Sam, quizá en el campo de la concienciación sobre la sepsis y la seguridad de los pacientes, quizá con una actividad paralela dando clases de derecho “en alguna universidad llena de árboles”, me dijo. Se jubilará antes de lo previsto, pero la muerte de Sam lo cambió demasiado como para mantener su rumbo.
En agosto, Ben Terblanche se fue a la universidad. Cuando hablé con él la primavera pasada, me habló de lo emocionado que estaba “por descubrir quién soy ahora, por tener conversaciones y pensar en otras cosas”. La muerte de su hermano lo trastornó. “Hablaba con él de todo”, me dijo Ben. La perspectiva de una ciudad nueva con gente diferente le daba una sensación de posibilidad.
Y luego, en septiembre, casi exactamente dos años después de la muerte de Sam, Ben enfermó. Sus padres le aconsejaron que acudiera a los servicios de salud estudiantiles, donde le diagnosticaron faringitis estreptocócica y le dieron antibióticos. Pero “siguió empeorando”, me dijo VT, “así que volvió. Y lo volvieron a ver y dijeron, ‘Bueno, esto es más grave’”.
El servicio de salud estudiantil lo remitió a la sala de urgencias de un gran hospital urbano local.
Al final, Ben estaba bien, y el personal de urgencias demostró habilidad y eficiencia. Le drenaron un absceso en la amígdala y lo enviaron a casa. Pero antes del alta, mientras su tratamiento estaba en curso, Ben les envió a sus padres una selfi: estaba recostado en una camilla, conectado a máquinas y tubos. Tenía un inquietante parecido a una foto que Sam había enviado dos años antes. “Los dos entramos casi en pánico”, dijo VT. “Es irracional y paranoico. Solo te estoy diciendo cómo me sentí. Dios mío, no podemos —no puede— pasarle algo al otro hijo”.