Ayer concluyó formalmente mi encargo como magistrado civil: y, como es público, dado que no soy amigo de las adulaciones gratuitas ni de los silencios convenientes, me permito estas líneas: Durante estos casi once años, tuve ocasión de vivir un sinfín de experiencias que hicieron que mi ánimo subiera y bajara, como trepado en una montaña rusa; frente a la enorme responsabilidad de implementar la reforma laboral en Chihuahua, tuve que padecer los embates de un gobierno autoritario y obtuso como el de Javier Corral; en contraste con las horas largas de trabajo y aprendizaje que demandó presidir la Comisión de Administración, estuvieron aquellas otras, solitarias, apacibles, cómodas y entrañables como titular de la Séptima Sala Civil; ante el desempeño de personajes siniestros, estuvo el acompañamiento de aquellos otros, necesarios e indispensables, que me permiten decir, ahora: “Misión cumplida, me voy satisfecho”.
De todas esas experiencias, tengo que decirlo, la más ardua, la más significativa fue, sin duda, hacerme cargo de la reforma laboral; ése fue, por sobre todas las cosas, un acto de fe; una creencia arraigada y firme en la posibilidad de que la carrera judicial sí puede administrarse con limpieza, con rigor y con justicia. Gracias a ese proceso, se eligieron —por primera ocasión en la historia del Estado— cientos de funcionarios judiciales mediante un concurso limpio, objetivo y transparente que eliminó el compadrazgo o el dedazo; se impuso —impuse— la regla, el mérito, el estudio. Nadie pudo impugnar los resultados porque no había nada qué impugnar; todo estaba claro, transparente y a la vista (—perdón que lo diga con toda el alma—: me enorgullece profundamente).
Me queda claro que ese ejemplo queda atrás como antigualla estorbosa e inútil; basta contemplar cómo están desde ya, antes de ocupar el cargo o siquiera rendir protesta, afilándose garras y colmillos, algunos de esos engendros que vienen, en lugar de administrar justicia, a ver cómo se sirven o sacian sus desaforados apetitos.
Empero, retomando el punto, estas líneas no son sólo para jactarme; son, también, para agradecer desde el fondo del corazón a quienes creyeron en el deber y en hacer lo correcto cuando parecía imposible; a quienes trabajaron horas extras, sin reflectores; a quienes sostuvieron el edificio moral de un proceso con su decencia callada, su inteligencia generosa y su trabajo constante; a quienes no buscaban la foto idiota, infaltable y estéril, ni la selfie imprescindible y ridícula, sino el resultado visible; a quienes no pidieron nada y no se cansaron de dar.
Gracias por enseñarme, por corregirme, por acompañarme, por confiar; gracias por recordarme —cuando todo temblaba— por qué valía la pena seguir firmando, seguir decidiendo, seguir resistiendo; gracias por su lealtad, por su integridad, por su cariño en los días duros, por su presencia silenciosa.
Claro que hubo otros: quienes estorbaron, boicotearon, entorpecieron; quienes recibieron impulso, respaldo, ayuda y luego prefirieron el camino corto de la traición, de la deslealtad, del calculado olvido. Ésos también están presentes aquí, pero no en la amistad, sino en la memoria. La historia no absuelve a los miserables, la conciencia tampoco. Sé quién estuvo ahí conmigo y quién me apuñaló por la espalda y no los confundo; sin embargo, a esos, también gracias; sin su miseria moral no habría habido forma de crecerse ante la adversidad y remontar; merced a su mezquindad, la lealtad verdadera brilla más; perdidos entre penumbras, se nota mejor la luz. En este país —tan dado a los afectos fingidos y a la felonía disfrazada de estrategia— uno aprende a distinguir muy pronto entre los compañeros de batalla y los rapiñadores de botín. Gracias, entonces, a quienes lo entendieron, a quienes lo vivieron conmigo; y gracias incluso a quienes me empujaron hacia el borde porque ahí es donde uno se confirma. Los que continúan en la ruta de la simulación, la rapiña o el oportunismo no tienen que entender esto; sólo deben saber que alguien, alguna vez, sí hizo las cosas bien; y dejó constancia y huella.
Pero aun así, incluso con esas sombras, me voy en paz; con una simpatía secreta por todo lo vivido. Conmovido, sí —y mucho— por tantos rostros, tantas manos, tantas miradas que hicieron de este camino algo más que un encargo y lo convirtieron en vocación.
No me doblegué ante amenazas ni me endulcé con halagos prestados; no pacté lo que no debía, no callé lo que urgía decir; me equivoqué —por supuesto, un montón de veces, como todos—; pero jamás por conveniencia ni por cobardía o mala fe; me voy con las manos limpias y con algo más raro, sin cuentas pendientes.
Conste que me voy como llegué, sin deberle favores indebidos a nadie, sin haberme hincado ante intimidación alguna y sin haber bajado la cabeza; me voy sin arrepentimientos, sin débitos morales y con el corazón tranquilo; la conciencia no se arrienda, se cultiva, se afirma y se honra. La justicia —ése concepto tan manoseado— no es un atributo del cargo, sino una práctica del carácter; y mi honra, lo digo con la frente en alto, no me fue regalada, la gané a pulso, a pluma, a debate, a soledad.
Como sea, a todos, a los “buenos” y a los “malos”, a los que creyeron, a los que confiaron, a los que hicieron posible cada logro, gracias, muchas, muchas, gracias; para los que siguen en este camino, un consejo no pedido: no se vendan, no se quiebren, no se tuerzan, no se cansen; la justicia sí importa; el servicio público sí deja huella; y la integridad, aunque no da premios, brinda paz.
Me despido con una mezcla extraña: con la alegría del deber cumplido y con la tristeza de dejar algo que aprendí a amar; porque sí, amé esta labor; y, por eso mismo, puedo soltarla, con todo mi genuino respeto, mi gratitud más honesta y mi ternura más firme.