El olor a quemado fue la primera alerta. En los baños de la Secundaria Técnica 52 de Delicias, la madre de familia que había acudido a una junta escuchó después el sonido metálico, como de alguien que afilaba un arma. Cuando abrió la puerta, se encontró con el filo de un hacha en manos de una adolescente de 13 años.
“Me persiguió y el hacha con la que me pegó en la cabeza no estaba tan afilada. Me derribó y yo se la logré quitar para defenderme, pero sacó una navaja y me acuchilló en la cabeza, me dejó tirada en un charco de sangre”, narró la víctima en su declaración, todavía incrédula de haber sobrevivido.
El episodio ocurrió el martes 9 de septiembre. Y aunque estremeció a la comunidad escolar y a todo Delicias, no puede decirse que haya sido sorpresivo, porque el ataque, en realidad, ya había sido anunciado.
Desde finales de agosto, la adolescente identificada como L. G. dejó mensajes en plataformas como TikTok y Tumblr, además de conversaciones en WhatsApp, donde describía la intención de atacar a su escuela.
No eran insinuaciones vagas. En Tumblr escribió que llevaría un hacha, se escondería en los baños, luego atacaría al maestro y después a todos sus compañeros, plan aterrador que parecería sacado de una historia que, hasta antes de esto, consideraríamos lejana a la violenta realidad de Chihuahua.
En TikTok utilizó la etiqueta #tcc (“True Crime Community”), espacio virtual donde miles de usuarios en distintas partes del mundo glorifican a asesinos seriales y tiroteos escolares. Incluso añadió otra: #fedeguevara, en referencia al estudiante que disparó contra su maestra y compañeros en Monterrey en 2017.
La Fiscalía General del Estado reconoció que varios de esos mensajes son auténticos y hoy los utiliza como prueba de premeditación. En un chat, alguien le preguntó si atacaría a la hora del recreo. Ella respondió que no, porque “ahí la neutralizarían fácilmente”. La hora planeada sería entre las siete y las ocho de la mañana.
No se trataba, pues, de un impulso: era un plan minucioso, deliberado y hasta compartido con terceros.
La menor no tiene la edad mínima para ser recluida en un centro de internamiento para adolescentes -la ley marca 14 años- y fue trasladada al Hospital Civil Libertad en Ciudad Juárez, desde donde enfrentará el proceso penal en un tribunal especializado, ante el que es acusada de homicidio en grado de tentativa.
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Más allá de la imputación legal, la crudeza del caso pone el reflector sobre un fenómeno que se nos escurre entre los dedos: las comunidades digitales que alimentan una fascinación mórbida por los crímenes reales.
Apenas esta semana, el Instituto para el Diálogo Estratégico (ISD), con sede en Londres, lanzó una advertencia: la llamada “True Crime Community” es uno de los principales semilleros de violencia mimética en el mundo; solo en septiembre de 2025 detectó amenazas en México, Australia y Rumania vinculadas a estos grupos.
La menor de Delicias no es, entonces, una excepción, sino parte de una tendencia global donde adolescentes convierten la violencia en narrativa aspiracional.
Lo más inquietante es que, una vez más, las señales estaban ahí. Mensajes en TikTok, posts en Tumblr, chats en WhatsApp. Avisos repetidos de lo que pretendía hacer. Y nadie -ni compañeros, ni familiares, ni escuela, ni autoridades- actuó a tiempo para detenerla. A todos les pasó de noche.
En un país que ya vivió la tragedia de Monterrey en 2017, ¿cómo se explica que ocho años después sigamos sin mecanismos para leer estas advertencias digitales? ¿Qué más tendría que haber escrito esta adolescente para que alguien le creyera?
El ataque de la Secundaria 52 no sólo es un intento de asesinato. Es también un síntoma de la desconexión brutal entre la vida digital de los adolescentes y el mundo adulto que aún quiere creer que esas publicaciones son ocurrencias, dramas o modas pasajeras.
Con L.G., Delicias se suma al mapa de la violencia escolar en México. Y el eco de esta historia debería sacudirnos. Los ataques ya no son improvisados ni repentinos, son anunciados, ensayados, compartidos como parte de comunidades virtuales que glorifican la sangre.
La víctima sobrevivió para contarlo. La agresora, demasiado joven para ser llamada criminal en términos legales, permanecerá en custodia médica. Pero la sociedad, esa sí, queda sin excusa para no ver que la violencia de los adolescentes hoy llega con hashtags, con avisos y planes escritos a plena vista.
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Así, la adolescente que planeó el ataque en la Secundaria 52 no únicamente dejó una marca de violencia física, también dejó una constelación de avisos digitales.
Nadie leyó, nadie atendió o nadie creyó lo que decían los mensajes en las redes, a las que tenía indiscriminado acceso pese a su corta edad; las conversaciones psicóticas, la fecha tentativa y su plan que describía “traer un hacha… entrar en mi salón y matar al maestro primero y luego a todos mis compañeros”.
Ese rastro debería encender todas las alarmas institucionales, escolares, sociales y de salud. Pero lo que encontramos, a menudo, es un aparato público con recursos escasos y protocolos mal articulados para convertir una alarma en intervención.
Es menester hacer el análisis sobre lo que hay (y lo que falta) en México en materia de apoyo psicológico para estudiantes -por qué esos recursos no alcanzan a prevenir episodios como el de Delicias- y reflexionar críticamente sobre el acceso indiscriminado a redes sociales que normalizan la violencia.
¿Cuánto se gasta (y en qué) en salud mental? En términos generales la salud mental sigue siendo una fracción mínima del gasto público en salud, irrelevante en términos del Producto Interno Bruto y de cualquier presupuesto público, sea federal, estatal o municipal.
Esa asignación es insuficiente frente al crecimiento de la demanda postpandemia y a las necesidades específicas de niñas, niños y adolescentes en las escuelas.
Además, en 2025 la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones -una pieza clave para coordinar políticas y expandir la atención- sufrió una reducción presupuestaria sensible (reportes señalaron una baja del orden del 13 por ciento en su presupuesto proyectado), justo cuando la demanda de servicios sube. Eso reduce la capacidad de desplegar intervenciones preventivas en comunidades y escuelas.
Existe la política pública de atención a la salud mental de los estudiantes, pero falla la cobertura. La Secretaría de Educación Pública y otras instancias han impulsado instrumentos como la Política Nacional de Convivencia Escolar y programas de promoción de entornos seguros y saludables en las escuelas.
Sin embargo, llevar políticas a la práctica exige dotarlas de personal especializado y recursos constantes, permanentes, como psicólogos escolares, programas de detección temprana, equipos de trabajo interinstitucional con salud y protección social, y rutas de derivación claras cuando se detectan riesgos. En muchos planteles estos elementos son letra muerta o llegan a cuentagotas.
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El número real de psicólogos con formación en intervención escolar y prevención en centros educativos no está distribuido homogéneamente; aunque México cuenta con cientos de miles de psicólogos como profesión, la fuerza dedicada y permanente a las escuelas es limitada y despareja por entidad. Traducido: hay profesionales, pero el Estado no siempre logra insertarlos donde más se necesita.
La Organización Mundial de la Salud recuerda que una proporción relevante de jóvenes sufre trastornos mentales -uno de cada siete adolescentes a nivel global- y que la depresión, la ansiedad y la conducta suicida son problemas crecientes.
En México, encuestas especializadas han mostrado niveles alarmantes de angustia entre jóvenes (con grupos particularmente vulnerables, como adolescentes LGBTQ+). Si una generación sufre sin detección ni tratamiento, la escuela debería ser el lugar prioritario para la prevención y atención.
Hay varios cuellos de botella, además, en la atención de la salud mental. La asignación presupuestal insuficiente y volátil; la fragmentación institucional y la brecha de cobertura y capacitación, porque no basta con tener un psicólogo contratado a media jornada, se necesita formación en detección de riesgos violentos, protocolos de emergencia, intervenciones familiares y seguimiento terapéutico. Muchas escuelas carecen de eso.
Pero, sobre todo, las redes sociales son el territorio donde se cocina la mimética violenta. Y nadie las vigila, ni padres ni maestros ni adultos responsables o a cargo de las políticas públicas de educación y salud.
Invertir en salud mental escolar, profesionalizar y extender la presencia de psicólogos, articular protocolos interinstitucionales y exigir responsabilidad a las plataformas digitales no es gasto superfluo: es prevención.
Mientras sigamos tratando la salud mental como un rubro marginal del presupuesto y la vida digital como una zona de libre experimentación sin consecuencias, volveremos a leer titulares que nos advierten demasiado tarde, como señales de amenaza a la sociedad armónica a la que aspiramos.
La pregunta es si estamos dispuestos a leer esas señales antes de que vuelvan a convertirse en un charco de sangre en el piso de una escuela.