En esta primera intervención, el agradecimiento resulta no sólo apropiado, sino imprescindible. A esta casa editora —cuna del periodismo serio y del trabajo incansable— y a la persona que me trajo hasta aquí, mi más sincera gratitud.

Actualmente, el mundo atraviesa una compleja crisis de justicia. Esta situación se debe, en gran medida, a la incapacidad institucional para establecer mecanismos eficaces que permitan diseñar e impartir justicia de manera adecuada.

La concepción original de la justicia como un don divino, entregado por Dios directamente al ser humano, ha propiciado la errónea creencia de que quien ostenta el poder tiene también la facultad de decidir, sin rigor, quién empuñará el mazo y portará la toga.

Esta idea no es exclusiva de la tradición occidental. En México, la figura del juez es fruto de un desarrollo intercultural que, hasta nuestros días, ha subsistido bajo premisas similares. La teología del juez establece su origen en el momento en que Dios otorga al ser humano la autoridad para juzgar, delegando en él su soberanía en la administración de justicia. En las culturas prehispánicas —mexica, maya, purépecha, entre otras— la designación de jueces era una atribución de las autoridades político-religiosas; solían ser sacerdotes, nobles o ancianos encargados de aplicar las leyes vigentes. Posteriormente, entre 1521 y 1821, imperó el derecho castellano y, con él, el derecho canónico y las Leyes de Indias. Pese a los cambios formales, persistía la idea de que el juez representaba al Rey o al Emperador, quien a su vez era considerado representante de Dios.

Con la independencia, y especialmente a partir de 1824, se buscó establecer un poder judicial autónomo. Esta aspiración respondía a la necesidad de garantizar que quienes decidan sobre los derechos de las personas inmersas en un conflicto sean juristas verdaderamente capacitados. Es entonces cuando nace la figura del juez como garante de los derechos fundamentales. La Constitución de 1917 reforzó esta visión: se consolidó la independencia judicial, se instituyó el juicio de amparo como mecanismo de protección frente al poder y se formalizó la carrera judicial, con el objetivo de profesionalizar al cuerpo de jueces del país.

Así llegamos al siglo XXI. México parecía avanzar históricamente: se incorporaron sistemas de protección de derechos humanos, se introdujeron juicios orales para fomentar la transparencia y se instruyó a los jueces para convertirse en auténticos defensores de los derechos fundamentales, alejándose del uso discrecional del poder. Parecía que el país había tomado el camino correcto hacia una institucionalización racional de la función judicial.

Chihuahua, en su vocación progresista, impulsó reformas sustantivas al sistema jurídico y se convirtió en ejemplo nacional por promover una justicia igualitaria, tanto para adultos como para adolescentes, en todas las materias. No obstante, ese avance hoy es solo parte de la historia.

En este mismo siglo ha emergido una problemática real: cuestionar si todo lo construido en pro de un sistema de justicia adecuado es en realidad un retroceso frente a la dignidad humana.

"La fragilidad de la justicia", como se titula esta reflexión, aborda desde la ciencia política y la sociología jurídica la debilidad estructural de su práctica. Aunque en apariencia existe un sistema consolidado, en los últimos meses se ha evidenciado una clara vulnerabilidad, incapaz de responder a las expectativas ni de cumplir sus funciones esenciales. En vez de consolidar derechos, este nuevo paradigma avanza con lentitud, no protege adecuadamente los derechos humanos ni garantiza seguridad jurídica para la resolución efectiva de conflictos. Por el contrario, deja ver presiones políticas, económicas e incluso criminales, debilitando así la legitimidad y la confianza ciudadana, debido a la falta de independencia y profesionalismo de quienes deben impartir justicia.

Incorporar la función jurisdiccional como parte del sistema político democrático, en sus propios términos, ha debilitado lo que, al inicio de este siglo, se concebía como la esperanza: sostener el ideal de justicia en manos de personas comprometidas, capacitadas, imparciales y sujetas a procesos meritocráticos, libres de injerencias económicas o intereses políticos.

Sobre este tema ya se ha reflexionado ampliamente. La perspectiva internacional sobre el panorama judicial en México no es alentadora. Organismos internacionales, organizaciones de la sociedad civil e incluso gobiernos extranjeros observan con preocupación decisiones que aquí se presentan como soluciones a fallos sistémicos en la impartición de justicia.

En su momento, la Suprema Corte de Justicia de la Nación advirtió que la elección popular de jueces representaba un golpe definitivo contra la independencia del poder judicial. Tanto la ONU como la Corte Interamericana de Derechos Humanos han expresado de manera clara su rechazo a estas reformas.

Chihuahua, como integrante del pacto federal, inicialmente se opuso a la medida, aunque terminó por implementarla bajo sus propios términos.

Lo cierto es que, a nivel mundial, son muy pocos los países que optan por la elección popular como método de selección judicial. En cambio, los sistemas más exitosos —como los de Alemania, Francia, Canadá, Reino Unido, España, Italia, Suecia, Japón, Suiza, entre otros— priorizan modelos técnicos y meritocráticos que garantizan independencia, profesionalismo e imparcialidad. Incluso Estados Unidos, en muchas de sus instancias, procura que quienes lleguen a juzgar lo hagan por méritos profesionales y no por carisma o simpatía popular.

Evaluar un sistema judicial requiere tiempo. Por la naturaleza dinámica que implica su interacción con personas y estructuras sociales, la teoría de sistemas sugiere que este tipo de reformas no pueden evaluarse en plazos menores a 10 o 20 años. La verdadera pregunta es: ¿estamos en condiciones de esperar tanto tiempo?

Ciertamente, no es posible llegar a conclusiones definitivas en apenas tres meses. Sin embargo, también es cierto que, si el nuevo modelo continúa por la misma senda, ni la justicia ni los justiciables podrán sostener por mucho tiempo el actual estado de cosas.

Lamentablemente, en México y en Chihuahua, desde la política no se otorga a estos temas la seriedad que merecen. Pareciera que la indiferencia de quienes aún creen que su poder emana de la divinidad se burla de la sociedad que los escucha sin poder reír. A veces, ser México parece ser, en sí mismo, una broma. Tal vez ha llegado el momento de aspirar a ser, al menos un poco, parte del primer mundo.