Ahora con la entrega constancias de mayoría a los candidatos que obtuvieron más votos en la elección judicial, lo que sigue son cientos de casos con conflicto de interés estructural, es decir, juicios donde el juez quedará atrapado entre la ley y la lealtad política o electoral.
Si no es así, imagine el siguiente caso hipotético de que un juez electo con respaldo de Morena o partidos aliados, recibe un amparo contra una obra pública emblemática (como el Tren Maya 2.0 o una refinería).
¿Podrá actuar con total independencia, sabiendo que su electorado, su partido o su financiamiento provienen del Gobierno?, ¿Tendrá incentivos para decidir contra quienes lo ayudaron a llegar?
No es muy difícil adivinar la respuesta cuando el número de votos con los que llegaron la mayoría de los jueces electos fue apabullante.
El pasado 1 de junio de 2025, México vivió un momento inédito porque por primera vez en su historia, jueces, magistrados y hasta ministros de la Suprema Corte fueron elegidos por voto directo. Lo que para algunos representa un avance democrático sin precedentes, para otros —entre quienes me encuentro— constituye una amenaza directa a la independencia judicial, una vulneración a la profesionalización del sistema y un ensayo peligroso que podría comprometer la esencia misma del Estado de derecho.
¿Puede una sociedad fortalecer su democracia al convertir la elección de jueces en una contienda electoral? La respuesta es no, si lo que se sacrifica en el proceso es la imparcialidad, la técnica jurídica y la estabilidad institucional. Porque cuando la justicia se somete al voto popular, no necesariamente se vuelve más justa, sino más vulnerable.
El primer riesgo definitivamente es que los jueces “electos” tienen lealtades partidistas -como tanto se advirtió y que de alguna manera se confirmó con el protagonismo de los partidos políticos-. La mayoría de los candidatos fueron propuestos, impulsados o respaldados por estructuras partidistas, particularmente por Morena y sus aliados. Esto plantea una disyuntiva profunda: ¿Cómo confiar en la imparcialidad de un juez que ha hecho campaña respaldado por una plataforma política?
El Poder Judicial, para cumplir su función contralora, debe ser autónomo. Su rol no es agradar al Ejecutivo ni actuar según las encuestas, sino interpretar y aplicar la Constitución, incluso contra la voluntad de las mayorías. Cuando los jueces se deben a quienes los promovieron, la justicia deja de ser un contrapeso y se convierte en un engranaje más del poder.
El segundo riesgo es el espectáculo por encima de la razón jurídica, es decir, transformar al juez en candidato tiene consecuencias peligrosas ya que la campaña electoral exige visibilidad, mensajes simples, frases efectistas y propuestas populares. Pero el derecho no opera bajo esa lógica. Resolver un amparo o interpretar un principio constitucional no es asunto de aplausos, sino de argumentación compleja y técnica jurídica.
La tendencia a premiar el carisma por encima de la competencia implica que buenos comunicadores, pero con limitada formación jurídica, puedan ocupar cargos de enorme responsabilidad. Se corre el riesgo de que el derecho deje de ser una ciencia para convertirse en una herramienta populista. Esto compromete la certeza jurídica y vulnera a quienes más necesitan justicia: los ciudadanos comunes.
Y lo más grave aún es el tercer riesgo y tal vez el más profundo y menos discutido es decir la erosión de la carrera judicial. Hasta ahora, el acceso a los tribunales federales se daba mediante un sistema meritocrático —aunque perfectible—: concursos de oposición, evaluaciones académicas, años de formación como actuarios, secretarios y jueces de instancia. Era todo un proceso técnico, exigente y en gran medida funcional.
Con la elección directa, ahora todo eso queda en entredicho. Muchos de los candidatos que ganaron las urnas no pasaron por el Sistema Judicial ni conocen sus complejidades internas. Algunos no tienen experiencia suficiente en litigio, jurisprudencia o interpretación constitucional. Otros simplemente ocuparon un cargo político o académico y fueron lanzados al ruedo electoral como “representantes del pueblo”.
Esto genera varias consecuencias negativas: primero desmoraliza a quienes sí han hecho carrera judicial, invirtiendo años de formación y servicio.
Segundo rompe la lógica institucional de ascenso dentro del Poder Judicial y tercero aumenta la improvisación, pues cargos de alta responsabilidad recaen en personas sin el conocimiento técnico necesario.
Desincentiva la formación jurídica especializada, ya que el nuevo camino al juzgado no pasa por la excelencia, sino por la popularidad.
En un país como México, donde los abusos del poder y la impunidad son moneda corriente, necesitamos jueces con solidez técnica y formación ética, no figuras mediáticas. La desprofesionalización del sistema judicial no sólo amenaza su eficacia, sino también su legitimidad.
Es mucho lo que está en juego y que parece no importarle a la gente. La elección judicial no es un experimento inocente ni un paso automático hacia la democratización es todo lo contrario. Es, en cambio, una redefinición profunda de los equilibrios constitucionales que, si no se acompaña de mecanismos estrictos de selección, evaluación y rendición de cuentas, la justicia corre el riesgo de convertirse en rehén del poder político y del oportunismo electoral.
No se trata de negar la participación ciudadana, sino de entender que hay esferas del Estado que requieren estabilidad, tecnicismo y autonomía. La legitimidad democrática no siempre se gana en las urnas. A veces se construye con integridad, discreción y competencia.
El país está a punto de pagar el costo de haber confundido popularidad con capacidad. En esta decisión, lo que se pone en juego no es solo el futuro del Poder Judicial, sino el de nuestra democracia constitucional. Y es un riesgo que, como sociedad, no deberíamos subestimar. Ojalá los hechos demuestren que los analistas están equivocados.