El guión de un país distraído

La televisión mexicana volvió a tener algo que decir. Transmitió en vivo, se volvió tendencia y creó impacto en la colectividad. Ese reality que muchos miran con superioridad moral y otros con devoción silenciosa, ha dejado de ser solo un programa de televisión: se convirtió en un espejo amplificado de lo que somos como sociedad… o de lo que estamos permitiendo ser.
Con más de 12.2 millones de espectadores en su estreno y 6,500 millones de visualizaciones acumuladas (La Sociedad del Contenido, 2025), no hablamos de un éxito televisivo común; esto es ya un fenómeno cultural que, para bien o para mal, refleja los quiebres, las pasiones y las prioridades de un país profundamente conectado y polarizado. No es coincidencia que su impacto social supere al de muchos eventos deportivos, culturales y políticos.
Un ejemplo: la participación social en la gala de inicio del reality refleja un fenómeno de interacción simbólica, donde millones se sienten parte del espectáculo. En contraste, la participación ciudadana real en la elección judicial fue mínima (13 %), a pesar de tratarse de un cambio institucional histórico, con profunda relevancia política y social (Reuters, INE).
La paradoja: audiencia más involucrada en eventos mediáticos que requieren mínima acción, que en ejercicios electorales donde su voto tiene un impacto real sobre instituciones clave y en algún momento en su vida misma.
Este no es un fenómeno aislado. Es una realidad mucho más compleja: el regreso triunfal de la telerrealidad como género dominante, ahora impulsada no solo por el morbo televisivo, sino por el algoritmo de las redes sociales, el consumo multipantalla y la participación activa de una audiencia que ya no solo observa… sino que vota, cancela, defiende y ataca (Merca2.0, 2024).
La narrativa ha cambiado: ya no es la producción quien dicta el rumbo del programa, es el público quien interviene, exige, decide. Cada eliminación es una batalla campal en X/Twitter, cada frase sacada de contexto un motivo de linchamiento digital. Los realities se han convertido en un laboratorio emocional y político que mezcla entretenimiento, performance, presión social y representación simbólica (Doctor Vélez, 2024).
Vale la pena preguntarnos: ¿qué representa hoy un reality show en México?
Representa un espacio de catarsis colectiva, una válvula de escape donde los espectadores proyectan frustraciones, deseos y enojos. Representa también un sistema de validación: quién logra más seguidores, más gritos, memes, engagement. El ganador obtiene más que un triunfo no solo del reality, sino la calle, los contratos, la relevancia (Gómez Ortiz, 2024).
Los participantes son gladiadores digitales. Entran como famosos de segunda o influencers emergentes, y salen como referentes culturales, íconos aspiracionales o, en el peor de los casos, víctimas de una maquinaria que los expone, los exprime y los desecha. Mientras tanto, la audiencia participa como si su voto definiera el rumbo de la nación.
Lo más perturbador de esto es el nivel de apego emocional que despiertan estos programas. El odio, la pasión, la defensa férrea. No se trata solo de ver televisión, se trata de sentirla, vivirla, defenderla y ser parte de la historia.
Las redes sociales son el campo de batalla perfecto para eso. Lo que antes ocurría en un foro de grabación ahora se replica y amplifica en miles de cuentas, en millones de comentarios. Cada episodio genera memes, análisis, teorías conspirativas (Transistor Digital, 2024). Se abren cuentas falsas, se crean campañas, incluso se manipulan narrativas.
Detrás de todo esto, una maquinaria mediática que sabe perfectamente cómo vender el conflicto como contenido y la polémica como marca.
Hay que decirlo: los reality shows están haciendo lo que muchas producciones no se atreven a hacer. Están sacando a flote temas incómodos: el clasismo, el racismo, la misoginia, la discriminación estructural (Libertad Oaxaca, 2024). No lo hacen con pedagogía, pero lo hacen con crudeza, esa crudeza funciona: hace hablar a la gente, obliga a posicionarse y despierta algo que el entretenimiento tradicional había desterrado: el debate.
El problema no es el género en sí; más bien es cómo lo consumimos, qué narrativa reforzamos y qué dejamos pasar sin crítica. No basta con decir “es solo un show”. Porque no lo es. Es un producto cultural que moldea realidades, aspiraciones y discursos sociales.
Objetivamente esto debería preocuparnos.
Porque si el éxito, la fama o la aprobación pública se mide con base en quién grita más, traiciona mejor o manipula con más estilo… entonces tenemos que hablar.
Piensa en qué tipo de referentes estamos colocando frente a nuestras generaciones más jóvenes, que tipo de emociones estamos normalizando que tipo de sociedad estamos aprobando con cada voto que emitimos desde el sofá.
México no necesita menos entretenimiento. Le urge entretenimiento más crítico, diverso, honesto... Divertido pero que también cuestione. Que no nos ponga a competir por quien humilla mejor, sino por quien aporta más.
La telerrealidad, como todo medio, tiene poder para distraer, reunir y aunque duela admitirlo, para educar.
El reto está en transformar esa energía digital colectiva en compromiso democrático reales, sin permitir que el entretenimiento eclipse la responsabilidad ciudadana.
Usar el mismo poder de viralización de los reality shows para causas locales.
Canalizar el enojo o la emoción en redes hacia causas de beneficio comunitario.
No apagues la tele. El reto está en encender la conciencia.