La historia me la contó un güero de cejas tupidas, una tarde. Estaba el tipo ataviado todavía con el pesado equipo de la vaquereada: enormes chaparreras de cuero, un chaleco del mismo material y color, un cinturonzote del que pendían el fuete y la reata amarrada en espiral, con un sombrero negro como remate, y con tamañas botas raspadas y llenas de estiércol. “No me lo va usté a crer, don, pero esa peña tiene la capillita con santito cristiano, pero éste no puede con toda la maldad que ronda por ahí”, me dijo.

“Le voy a contar”.

Recargado en el mostrador de la tienda, el vaquero agarró con destreza y con gesto automático, la cajetilla de Faros, e hizo que uno de los cigarrillos se le colocara en la boca. Encendió su fuego, enfocada todavía su mirada en un punto de la pared, concentrado en apariencia en algo que se le removía en la memoria.

Y su relato fluyó despacio, con la calma que caracteriza a estos navegantes de las estepas del semidesierto. Con la pelma de quien no tiene acicates en el trasero para apurar su cigarro, ni su charla o su cerveza.

El relato nos situó en esa colina.

Dicen que hasta allá llegó una vez un hombre a pedir trabajo de vaquero, y que era un peón de lo más humilde. Bueno, pues era un joven que se nombraba Juan Diego Ruiz, y resultó que a los tres meses de trabajar con un ganadero de por acá, tuvo un disgusto con un caporal. El muchacho Ruiz se había traído a su mujer, que era una muchachita de catorce o quince años, y que se le antojó al tal capataz, al que le decían “el negro”.

Pero el capataz no se conformó con gustar de lo que veía, y decidió tomarlo, y fue una tarde en que el vaquero andaba con los animales en un estanque lejano, cuando el villano se apersonó en el jacalito de la pareja. La niña le pidió que se retirara, humildita ella también, medrosa y temerosa de que la presencia del libidinoso sujeto pudiera resultar en un mal para todos. Pero aquél no atendió recomendaciones, ni se atuvo a ninguna prudencia, antes al contrario, las negativas y la actitud de la muchachita le encendieron fuegos muy internos y muy malignos.

La violó.

La violó bestialmente y, no saciado aún, la ahorcó y le robó su vida quitándole el aliento para degollarla ya muerta.

Cuando el muchacho Ruiz atinó a llegar a su casa, en horas de la madrugada, y encontró a su mujer tendida en la cama con aquellas heridas, fría y ausente de toda vida, se encendieron también en él los fuegos del infierno.

Subió entonces a la peña de la capillita, y caminó con largas zancadas hacia el otro lado, donde se cruzaban dos veredas, dos caminitos, y ahí en la encrucijada hizo un pacto con el demonio, y lo firmó con su sangre.

Pasó algo que nos dejó a todos con mucho miedo. Es que, al capataz lo encontraron muerto en lo alto de un árbol de mezquite, clavado en las espinas por la cabeza y los hombros y la espalda, y así colgaba, como si alguien con mucha fuerza lo hubiera levantado por el aire, y lo hubiera ensartado en las espinas como si fuera un muñeco de trapo”.

Desde entonces, al otro lado de la peña los lugareños colocaron una crucecita para alejar al demonio y a las acciones que inspira en los frágiles humanos.