“¿Y el cochero?”.
“¿De quién será el carro? ¿Por qué está aquí?”.
“¿Y cómo se sostienen estos pobres animales de pie?”, se preguntaban los feligreses y los vagos de la plaza, al ver que el martirio de las mulas no llegaba a su fin.
Un día del año 1850, en plena época de grandes sacudidas sociales y políticas en el país, apareció de repente en la Plaza de Armas de esta capital de Chihuahua, un carrito de mulas, que se acomodó en un lado de la calle.
Era un carruaje pequeño, sin muelles, sencillo, arrastrado, dicen, por dos hermosas mulas blancas. Lo curioso era que al conductor no lo veían por ningún lado.
Algún peatón y alguno de aquellos hombres sin oficio que la pasaban cachetona en las bancas de la plaza, se asomaron a ver, pero lo único que había ahí era una caja de madera. Nadie se atrevió a tomar aquello, ni siquiera a hurgar, esperando a que en cualquier momento apareciera por ahí el cochero.
Por la tarde, las dos mulitas, solas, sin que nadie las condujera, arrimaron el carro a la catedral y lo colocaron cuidadosamente a las puertas del templo. Increíblemente, ahí permaneció el carrito haciendo guardia por varios días, sin que los animales desfallecieran por el hambre, y sin que se hubieran bajado a dormir. Ahí, como fieles soldados, las mulas aguantaron frío, calor, hambre y cansancio.
Finalmente, en acuerdo los religiosos franciscanos con el capitán de la guardia del Ayuntamiento, decidieron desenganchar las mulitas y darles agua y avena, aunque parece ser que ya alguien, tal vez un conductor de los carros de alquiler, se había compadecido de ellas y les había llevado algún alimento.
Bajaron entonces la caja, la abrieron y sacaron la paja que impedía que se dañase el objeto que contenía. Era una imagen de Cristo, llamado el Señor de Mapimí, igual a la que se adoraba en Cuencamé, en el centro-este de Durango. Era una estatua labrada en madera, la misma que, de acuerdo a la señora María Alcalá, actualmente se encuentra del lado izquierdo a la entrada de la puerta mayor de esta catedral.
Llegó el Cristo solo, sin que nadie aquí lo hubiera requerido, y sin que nadie avisara de que había sido enviado.
El misterio encantó a los chihuahuenses de por entonces, hartos como estaban de invasiones extranjeras, guerras intestinas y de golpes de estado. En efecto, el hecho de que el carruaje hubiera llegado sin cochero, era el signo de que se trataba de un milagro. Cuando los misioneros franciscanos encargados de la parroquia decidieron otorgar un lugar de culto a esta nueva imagen, se hizo en una misa especial, y el templo se abarrotó de tanta concurrencia.
A todos fascinaba el misterio, y más cuando se supo que las mulitas, una vez que se les desunció del carro, desaparecieron. Simplemente -dijeron entonces-, se fueron caminando rumbo al sur, tal vez por el Camino Real, y ya nadie supo dar razón de ellas.
La imagen de madera se hizo célebre, y su fama duró décadas, aunque hoy en día ya nadie se acuerda del prodigio de su aparición en esta tierra. Algo curioso es que este Cristo, al parecer, tiene articulaciones, pues su cabeza y extremidades están unidas por goznes, lo que hace posible que se mueva. De hecho, algunos feligreses notaron que se movía, lenta y pausadamente, y que volteaba su cara alternadamente a ambos lados. En la actualidad es difícil apreciar dichos goznes, y suena increíble que el Cristo haya llegado desde la ciudad de México (porque una versión aseguraba que la había enviado acá el mismo Obispo de la Catedral Metropolitana de la capital nacional) guiado tan sólo por dos mulas.
Según doña María Alcalá, los ancianos contaban que, con el paso de los años, el Cristo fue perdiendo el movimiento, y esto se atribuye a que los feligreses olvidaron el milagro que sucedió hoy hace ya tantos años.