Eran las 4:00 de la madrugada del viernes pasado, y Jane Towler seguía despierta en una pequeña cabaña junto al Río Guadalupe en el centro de Texas. Los truenos retumbaban entre la lluvia torrencial, y el agua se acumulaba en el suelo. De repente, sonó su teléfono. Era un amigo de una cabaña cercana.


“¡Jane, estamos jodidos!”, le dijo frenéticamente su amigo, Brian Keeper. “¡El agua está en mi casa! ¡Sal de ahí!”.


El abuelo de Jane compró la propiedad en Texas Hill Country en la década de 1930, y ella ha vivido muchas inundaciones a lo largo de los años, que han resultado en el extravío de alguna canoa o sillas. Pero el viernes pasado fue diferente.

El río creció casi 8 metros en 45 minutos y arrasó casas y edificios, arrastró automóviles y camiones, y se cobró las vidas de más de 100 personas, incluidas muchas niñas campistas.


Jane no sabía qué tan mal se pondrían las cosas, pero el miedo en la voz de Keeper la hizo moverse.
Se puso los zapatos y corrió en pijama hacia la casa cercana donde dormían su hijo, Alden Towler, y la amiga de la familia Shabd Simon-Alexander, junto con su bebé.


Jane, su hijo y Simon-Alexander relataron su desgarradora supervivencia en varios videos y cientos de fotografías que compartieron a Associated Press.

La situación empeora

Cuando Alden se despertó con los gritos desesperados de Simon-Alexander, el agua ya le llegaba a los tobillos.


“¿A quién le decimos? Tenemos que decirle a alguien”, dijo Simon-Alexander en uno de los videos.


“Todo en nuestro jardín se lo llevó la corriente”, apuntó, por su parte, Jane mientras su video captaba el agua turbia que subía en la cocina.


La hija de Simon-Alexander permanecía en silencio, abrazada al pecho de su madre.


“Okay, quiero que estemos preparados para subir al ático”, dijo Jane.

Alden se dedicó a apilar sus pertenencias en una cama en otra habitación para mantenerlas secas. Pero Simon-Alexander le señaló que no tenía caso.


“Cuando tu mamá llegó aquí, no había agua en el suelo”, dijo.


Con el agua ahora a la altura de sus rodillas y todavía en ropa interior, Alden cambió sus prioridades y agarró una botella de agua y cacahuates.


“¿Y si subimos la colina?”, preguntó.


“¡No podemos salir! ¡Toda la zona está inundada! Bueno, ¿quieres ir a ver? ¡No quiero que te arrastre una inundación repentina, Alden!”, le respondió su madre.

A la oscuridad

A las 4:16 horas y con los muebles flotando, Jane llamó al 911 desde lo alto del mostrador de la cocina.


“Tienen que ayudarnos”, suplicó Simon-Alexander por el altavoz. “¡Vamos a morir!”


El operador, tranquilo y amable, no pudo prometer un rescate inmediato, pero los instó a alejarse lo más posible del agua y a mantenerse con vida.

La luz ya se había ido, lo que causó alivió a Jane, quien temía una posible electrocución.


Cuando el refrigerador se volcó, se dieron cuenta de sus opciones eran cada vez más limitadas.


“¿Qué hacemos para protegernos? ¿Vamos al tejado?”, preguntó Jane.


“Supongo que subiremos”, respondió su hijo.

Vislumbran la destrucción

Subieron al ático, donde Alden encontró una rejilla de ventilación, la rompió a golpes y por fin lograron salir hacia el tejado. Los gritos de fuera se escuchaban fuertemente mientras las personas se llamaban unas a otras a lo largo del valle. Los cláxones sonaban sin parar y los vehículos flotaban a su alrededor, iluminados por los relámpagos. El río olía a aguas negras.


Acurrucada en el techo, Simon-Alexander le cantaba a su hija. Apenas cinco días antes habían celebrado su primer cumpleaños con hotcakes, globos y un paseo en canoa.

Hubo un estruendo, seguido de un crujido prolongado que se escuchó por encima del caos. La casa tembló. La casa del vecino, arrastrada por el río crecido, parecía haber chocado contra la cabaña del abuelo de Jane y la arrancó de sus cimientos. Luego se estrelló contra la casa en la que ellos estaban refugiados y contra un árbol entre ambas construcciones, antes de detenerse.


Alden pensaba en sus seres queridos. Simon-Alexander empezó a cantar otra canción. Se preparaban para pasar varios días en el tejado, racionando el agua, los cacahuates y la batería de la linterna, encendiéndola sólo de vez en cuando para revisar el nivel del río.


Había bajado 10 centímetros. Luego, 30 centímetros.

Llegan a un lugar seguro

El sol empezó a salir alrededor de las 6:30 horas, iluminando el entorno completamente transformado que les rodeaba. Gritaron a los autos que subían la colina, y finalmente los ayudaron a bajar del tejado y los llevaron a una iglesia donde otros se reunían.


“Ahí es donde realmente comienza el verdadero horror”, dijo Alden, quien está certificado como socorrista en áreas silvestres.


Alden y Jane, quien es una enfermera de partos jubilada, ayudaron a dos doctores a atender a los heridos.

Alden auxilió a un niño de 5 años que tenía la espinilla abierta hasta el hueso.


“¡Pasamos la noche en un árbol!”, recuerda que dijo el niño.


Su hermana seguía desaparecida. También lo estaban su padre, dos de sus abuelos y su tía. La tía llegó horas después, con las yemas de los dedos desgarradas tras el derrumbe de una casa contra el árbol al que se aferraba.


Para los Towlers y Simon-Alexander, la escena fue una mezcla de horror y generosidad. Un hombre le preguntó a Alden si tenía su cartera. Cuando éste le dijo que no, el hombre le entregó 300 dólares.


Cinco días después, la voz de Alden todavía se quebraba por la emoción cuando describió en la comunidad el “impulso imparable de ayudar a la gente”.