He mencionado en muchas ocasiones y en distintos foros, que la tecnología es para que el ser humano la use, no para que la tecnología use a las personas; sin embargo, hoy tenemos un territorio virtual sin filtros y lleno de riesgos para niñas, niños y adolescentes.
Los medios de comunicación registran, frecuentemente, incidentes graves protagonizados por menores de edad y en las investigaciones policiales, también con regularidad, aparece una influencia desde las redes sociales. El último fue en Delicias, Chihuahua, descrito en ese sentido por los medios informativos.
O estamos perdiendo la capacidad de asombro, o nos estamos acostumbrando a esa “convivencia” entre máquinas y humanos, donde la inteligencia artificial se está apoderando de la inteligencia humana, porque, sin culpar a la tecnología, no es fortuito que entre las causas de una desgracia aparezca la influencia digital.
Y en esta era digital, las redes sociales se han convertido en el nuevo espacio público, el lugar donde millones de personas se conectan, se expresan y construyen identidad. Sin embargo, este territorio virtual, aparentemente libre e inclusivo, oculta una cruda realidad: la exposición sin filtros de millones de menores de edad a un entorno sin reglas claras, sin supervisión efectiva y con riesgos que aún no terminamos de dimensionar.
Hoy, niños, niñas y adolescentes acceden a plataformas como TikTok, Instagram, YouTube o Snapchat desde edades cada vez más tempranas. Aunque muchas de estas redes establecen como edad mínima los 13 años, la verificación real de la edad es prácticamente inexistente.
Bastan unos clics para que un niño de 9 o 10 años abra una cuenta y comience a consumir -y producir- contenido que puede ser nocivo, adictivo o directamente peligroso.
El descontrol en el acceso de los menores a las redes sociales ha dado lugar a una serie de problemáticas crecientes: el ciberacoso, la exposición a contenidos violentos o sexuales, los desafíos virales peligrosos, la hipersexualización infantil, el robo de identidad y la manipulación emocional son apenas la punta del iceberg. A esto se suma el impacto psicológico: ansiedad, trastornos de la imagen corporal, adicción a los likes y una autoestima condicionada por la aprobación virtual.
Pero ¿de quién es la responsabilidad? ¿De los padres?, ¿de las plataformas?, ¿del Estado? La respuesta no es simple, pero sí urgente. Las empresas detrás de estas plataformas sociales priorizan el crecimiento de usuarios y las ganancias publicitarias antes que la seguridad infantil.
Su modelo de negocio está diseñado para maximizar el tiempo de uso a través de algoritmos que no distinguen entre adultos y niños. Mientras tanto, los gobiernos van varios pasos detrás, atrapados entre debates éticos, presiones empresariales y marcos legales obsoletos que no fueron pensados para un mundo donde un niño puede tener más exposición pública que una figura política.
Es evidente que se necesita regulación. No basta con confiar en la "autorregulación" de las plataformas ni cargar toda la responsabilidad sobre las familias. Se requieren leyes claras, exigencias de verificación de edad realmente efectivas, límites a la recopilación de datos de menores, mecanismos obligatorios de control parental y, sobre todo, consecuencias reales para quienes infringen estas normas.
Europa ya ha empezado a avanzar en este camino con su Reglamento General de Protección de Datos (GDPR), y países como Francia o Australia están impulsando leyes específicas para proteger a los menores en línea. América Latina, en cambio, aún tiene mucho por hacer.
No se trata de demonizar la tecnología, sino de enseñar a usarla con criterio. Niños y adolescentes deben aprender a identificar riesgos, desarrollar pensamiento crítico frente a lo que consumen, y entender que su valor no se mide en seguidores.
Ignorar este problema no lo hará desaparecer. La infancia y la adolescencia son etapas formativas decisivas, y permitir que se desarrollen bajo la lógica implacable de las redes sociales -sin contención, sin regulación, sin conciencia- es una forma de negligencia social. El descontrol actual es, en el fondo, el resultado de una sociedad que aún no ha sabido adaptarse con responsabilidad al entorno digital.
Si no actuamos ahora, no sólo estaremos dejando a los menores a merced de un mundo virtual sin reglas: estaremos hipotecando su salud mental, su seguridad y su desarrollo como ciudadanos críticos y conscientes. Al tiempo.