La primera incursión en México de la Generación Z no puede tomarse a la ligera ni descalificarla con frases simplistas por la autoridad a la que señalan de ineficiente.
Por lo contrario: habría que echar un vistazo a Perú, por ejemplo, donde la presión de los jóvenes de entre 18 y 29 años no sólo fue una marea de protestas, sino una consecuencia real que le costó la presidencia de la república al partido en el poder.
La Generación Z está liderando protestas masivas en países dispares como Indonesia, Kenia, Nepal o Marruecos, contagiándose unos a otros, como ocurrió con la Primavera Árabe y hace años en Chile o, incluso, en el propio Perú.
Sus causas son distintas, pero todos reclaman algún tipo de ruptura, mejores servicios públicos o el fin de la corrupción. Piden cambios y se organizan en redes sociales y uno de sus símbolos es una bandera pirata con la calavera tocada con un sombrero de paja.
Y en Perú hay un enorme motivo más para la inquietud. Los jóvenes entre 15 y 29 años son el mayor bloque de votantes del país: más del 25% del electorado, por encima de cualquier otra franja etaria.
El sábado pasado la Generación Z lo hizo en México, y en al menos 15 de las más importantes ciudades, como en Chihuahua capital, con protestas similares a países donde la corrupción y la inseguridad son el hartazgo de la población. A falta de líderes reales, los jóvenes están encabezando el descontento.
Definir a la Generación Z es intentar capturar un movimiento en constante transformación. Nacidos aproximadamente entre 1997 y 2012 son la primera generación moldeada desde sus inicios por la hiperconectividad. Son, a la vez, testigos y protagonistas de un siglo XXI fragmentado, acelerado y lleno de contradicciones. Su identidad se construye entre la inmediatez, la diversidad y la urgencia de una voz propia.
Los orígenes de esta generación están intrínsecamente ligados al impacto global de la tecnología. Sus primeros referentes no fueron líderes políticos, sino creadores digitales; no crecieron escuchando la radio, sino algoritmos que recomiendan contenido; no vivieron el tránsito hacia lo digital, sino que nacieron en él.
Esta familiaridad con la cultura digital los ha hecho críticos, multitarea y profundamente sensibles a las incoherencias del poder. Pero también los ha hecho pragmáticos: saben que la visibilidad no basta, y por eso se han convertido en emprendedores, activistas, diseñadores de su propio futuro laboral y social.
En Perú, la Generación Z ha emergido como un contrapeso necesario en un país desgastado por la polarización política y la desigualdad estructural. Su actuación más visible se vio en las movilizaciones de 2020, cuando miles de jóvenes tomaron las calles para denunciar abusos de poder y exigir transparencia democrática.
Más allá de las protestas, han impulsado una renovación cultural: han puesto temas como salud mental, identidad de género, sostenibilidad y emprendimiento digital en el centro de la conversación pública. En el ámbito de las marcas, los centennials peruanos han marcado nuevos estándares.
Su preferencia por negocios responsables y auténticos ha obligado a empresas locales a replantear sus mensajes y procesos. Marcas creadas por jóvenes, desde ropa urbana con identidad andina contemporánea hasta emprendimientos tecnológicos han logrado posicionarse no sólo por su estética, sino por el relato social que sostienen.
En Nepal, la Generación Z se mueve en un escenario distinto pero con impulsos similares. Ahí, los jóvenes han jugado un rol notable en la reconstrucción del país tras el devastador terremoto de 2015. Muchos participaron en redes de voluntariado, proyectos comunitarios y campañas de información que se viralizaron en redes sociales.
Su dominio del entorno digital ha permitido que Nepal, un país con profundas raíces tradicionales, experimente una aceleración en sectores como el turismo sostenible, el comercio electrónico y la educación en línea.
En el mundo de las marcas, los centennials nepaleses también han dejado huella. Han impulsado el auge de empresas de moda ética que utilizan fibras locales, negocios tecnológicos que exportan servicios al extranjero y cafeterías y espacios culturales que mezclan creatividad, emprendimiento y activismo.
A pesar de contextos tan distintos, Perú y Nepal comparten un factor común: su Generación Z ha dejado en claro que no será una audiencia pasiva; está redefiniendo las reglas de participación social. Y aunque el futuro aún se escribe, una cosa es cierta: tanto en las calles de Lima como en los valles del Himalaya ya dejaron de ser el futuro para convertirse en el presente más dinámico y decisivo de sus países.
Por eso, muy lejos de la descalificación que pretendieron hacer de la Generación Z, el sábado pasado habría que observar con cuidado qué quieren porque ignorarlos sería el peor error del poder político. Al tiempo.