Los ganadores del Premio Nobel de Economía 2024, Daron Acemoglu y James A. Robinson (2013), sostienen en su obra Por qué fracasan los países que la prosperidad de las naciones no depende de factores culturales, de su ubicación geográfica, de la disponibilidad de recursos naturales ni, mucho menos, del clima. El verdadero determinante del desarrollo —afirman— radica en el funcionamiento de sus instituciones políticas y económicas.
A partir de una vasta evidencia histórica, los autores concluyen que existen dos tipos de instituciones que definen el rumbo de las sociedades. Por un lado, las instituciones inclusivas, aquellas que protegen los derechos de propiedad, fomentan la participación política, promueven la competencia y generan incentivos para invertir, innovar y trabajar. Por el otro, las instituciones extractivas, caracterizadas por la concentración del poder en manos de unos cuantos, la limitación de la participación económica y política y la posibilidad de que las élites extraigan riqueza del resto de la sociedad.
Aunque la siguiente afirmación se antoja para discutirse entre copas de vino y tapas, es difícil disentir que México ha sido históricamente, una sociedad dominada por instituciones políticas y económicas extractivistas. Desde la fundación de Tenochtitlán hasta nuestros días —atravesando trescientos años de virreinato, once presidencias de Antonio López de Santa Anna, tres décadas de porfiriato y setenta años de hegemonía de un partido único—, la constante ha sido la concentración del poder y la debilidad de los contrapesos.
No obstante, centrémonos en el México del siglo XX.
Para que una sociedad logre desarrollarse de manera sostenida, el crecimiento económico resulta indispensable. Este permite al Estado generar mayores ingresos que, deberían destinarse a educación, salud, seguridad e infraestructura. Sin embargo, si observamos el desempeño del Producto Interno Bruto entre los años 2000 y 2024, México apenas ha crecido a una tasa promedio anual de 1.9%, y de acuerdo con estimaciones del Instituto Mexicano de Ejecutivos de Finanzas (IMEF), en 2025 el crecimiento apenas alcanzará un modesto 0.4%, mientras que las proyecciones para 2026 continúan ajustándose a la baja, con estimaciones que oscilan entre 0.5% y 1.6% en el escenario más optimista.
Según datos del Banco Mundial, entre 2001 y 2024 el ingreso per cápita en México apenas aumentó 10% y en el periodo comprendido entre 2019 y 2024, el crecimiento fue de solo 1.5%. En contraste, países como Chile registraron incrementos del 69% y del 7% en esos mismos periodos, respectivamente.
A esta falta de dinamismo económico se suma el creciente endeudamiento público. La deuda del sector público como porcentaje del PIB pasó de 18.8% en el año 2000 a 52.3% en 2025, lo que evidencia que el Estado ha tenido que recurrir sistemáticamente al endeudamiento ante la insuficiencia de ingresos.
Pero: ¿México sigue operando bajo un esquema de instituciones políticas y económicas extractivas?
Basta observar algunos acontecimientos recientes. La reforma judicial, la desaparición de organismos autónomos y la obtención de una mayoría absoluta en el Congreso por parte del partido oficial —cuya legitimidad es cuestionada por amplios sectores de la población— son claros ejemplos de una creciente concentración del poder. Este escenario desincentiva la inversión y profundiza la desconfianza, pues los inversionistas perciben un entorno en el que resulta cada vez más difícil defenderse frente a un Estado poderoso y con escasos contrapesos.
Decisiones como la cancelación del aeropuerto de Texcoco —que, a mi juicio, es una de las peores decisiones financieras en la historia de nuestro país— eliminaron la posibilidad de generar miles de empleos, mejorar la eficiencia logística y aprovechar la privilegiada ubicación geográfica de México.
Finalmente, la irrupción de la inteligencia artificial representa una oportunidad histórica para impulsar el crecimiento, la eficiencia y la productividad. México debería estar diseñando políticas fiscales, económicas y educativas orientadas a capitalizar este momento único, que difícilmente se repetirá en muchos años. Ello requiere talento, visión y creatividad para construir políticas públicas que incentiven su adopción, particularmente entre las pequeñas y medianas empresas. No obstante, hasta ahora, la respuesta ha sido la de siempre: modificaciones fiscales dirigidas a gravar a los mismos contribuyentes cautivos o incrementos de impuestos a productos específicos que elevan la recaudación de forma temporal, pero que no fortalecen de manera estructural la capacidad productiva del país.
México no carece de potencial; lo que escasea es un entorno institucional que permita transformar esas ventajas en desarrollo sostenido. La evidencia económica muestra un país atrapado en un crecimiento estancado, con un ingreso per cápita prácticamente nulo y una deuda pública en constante aumento. Estos resultados no son producto del azar, sino de decisiones políticas que han perpetuado instituciones extractivas, concentrando el poder y debilitando los contrapesos necesarios para generar confianza, inversión e innovación.
Mientras otras naciones han logrado avanzar mediante instituciones inclusivas que promueven la competencia y el estado de derecho, México continúa apostando por soluciones de corto plazo que sacrifican el futuro por la rentabilidad política inmediata.
El verdadero desafío para México es construir las condiciones institucionales que lo hagan posible. Sin un cambio profundo en la forma en que se distribuye el poder, se toman las decisiones económicas y se diseñan las políticas públicas, México seguirá siendo un país donde el potencial existe, pero… el desarrollo, se sigue postergando.
Referencia
Acemoglu, D., & Robinson, J. A. (2013). Por qué fracasan los países: los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza. Deusto.