—Y uno siente que se va quedando solo—.

No sé por qué estas muertes duelen distinto. Tal vez porque no son motivo de escándalo ni paralizan al país, o al Estado, ni se convierten en tendencia en redes sociales. Tal vez por eso —o por todo lo contrario— es que duelen más.
Murió don Humberto Ramos Molina y con él se fue algo que ya no se fabrica: la dignidad vestida de humildad, la palabra dicha sin alarde, el gesto de compromiso sin cálculo ni reflector. No era perfecto —porque nadie lo es, ninguno lo somos—, pero era íntegro y eso, en política, es casi una anomalía genética.
Yo lo conocí allá por 1998 durante la LIX Legislatura, fue electo diputado local por el PAN en su natal Cuauhtémoc; ya entonces lucía engañosamente viejito; apariencia que desmentían sus ojitos pícaros y brillantes, que reflejaban una lúcida inteligencia, una curiosidad inagotable y un resabio de bondad. Vestía en forma modesta, sus maneras eran suaves, casi obsequiosas y, sin embargo, tenía una voluntad férrea difícil de doblegar. Llevaba consigo el temple del campo, la claridad del micrófono y la terquedad del que no se deja deslumbrar por trajes ni títulos. Hablaba como hablaba la gente, sin envoltorios retóricos, sin exhibicionismos, pero cuando hablaba, uno escuchaba porque había convicción en él, porque no había imposturas.
No era un político de café. Era un hombre de calle, de marcha, de radio. Un activista que nació antes que inventáramos la palabra activismo; pionero de la radio comunitaria, defensor del campesinado, constructor de ideas y de instituciones, promotor incansable de obras concretas: un asilo, un parque, una escuela, una autopista… cosas que tocan la vida, no los discursos.
Pero lo que más admiré de él no fueron sus cargos, sino sus renuncias, porque también supo decir no; porque cuando las cosas se torcieron, cuando el poder empezó a oler a podredumbre, don Humberto decidió apartarse; incluso, “motu proprio” decidió quitar su retrato de la sala de cabildo, como quien se niega a figurar en una historia que ya no lo representa.

Por cierto, don Humberto fue el responsable de que los demás asesores me agarraran de su puerquito por andarle yo dando alas a sus ínfulas legislativas. Me explico: si algo caracterizó mi turbulento paso por las distintas legislaturas como coordinador de asesores, fue que era inflexible o casi. Llegaban los diputados con cada idea disparatada, que a veces no eran ideas, eran ideotas, y ahí iba yo a decirles que “no” con todo. Las más de las veces eran ocurrencias insignificantes, pero otras eran verdaderos dislates que no titubeaba yo en destrozar; se sulfuraban ellos, me querían correr, era entonces cuando echaba mano yo del presidente de Partido de turno que tenía que explicarles con palabras bonitas el porqué no, sobarles el lomo… y darme la razón. Pues don Humberto se empeñó en dos iniciativas que fueron baldón y mácula para mi honra de asesor: la Ley del Caballo y, la que todo el mundo dio en llamar, con ganas de tizar, la ¡Ley de las Abejitas! Y no es que no le dijera yo que no, es que él era mas necio que una mula, o muy tenaz, para decirlo en forma elegante.
No lo vi muchas veces después de aquellos años, pero sólo a mí me consta la cantidad de ocasiones que fue a buscarme, a la oficina a donde estuviera yo, para que lo asesorara; nunca me pagó, y nunca le cobré, porque siempre eran causas en beneficio de otros o de su comunidad toda; por eso, las que lo vi dejaron huella. Tenía esa rara cualidad de los hombres que no necesitan levantar la voz para hacerse escuchar. Uno intuía que había vivido, que había leído el mundo con los ojitos bien abiertos y que no se lo habían contado desde un escritorio. Tenía autoridad, no por el cargo, sino por la vida.
Su muerte no ocupará titulares excesivos, no fue Mario Vargas Llosa, algunos habrá, en algún medio local, un par de homenajes en redes, algún minuto de silencio en una sesión. Nada más. Pero para quienes lo conocimos, para quienes supimos de su congruencia, de su honestidad a prueba de pasillos, esta muerte se siente como una pérdida mayor. Como si se apagara una lámpara vieja, pero imprescindible.
Se fue don Humberto y, con él, una parte de ese Chihuahua que aún creía en la palabra empeñada. En el trabajo sin foto. En el servicio sin servilismo. Nos queda la memoria, nos queda el ejemplo y nos queda la deuda —silenciosa, inmensa— de honrar su vida no con elogios, sino con actos.
Que descanse en paz, don Humberto Ramos Molina.
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