Es imposible defender de forma racional al sistema judicial vigente, ahora en vías de extinción. En la más reducida definición podríamos decir que sufre de una estructura disfuncional al extremo, en muchos casos por corrupción.
Si no es el amparo para quienes pueden pagarlo, así sean peligrosos delincuentes, son los acuerdos bajo la mesa de jueces y magistrados, especializados no en los asuntos jurídicos, sino en el trabajo sucio de ofrecer sentencias a modo, también para quienes puedan pagarlas.
Así libran la prisión feminicidas, secuestradores, asesinos, que tienen otra línea principal de defensa en el Ministerio Público, sea estatal o federal; y en las corporaciones preventivas, garantes de su impunidad, más que de la tranquilidad social.
Pero la reforma judicial que nos trae como novedad un nuevo modelo supuestamente democrático para elección de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, magistrados y jueces tanto a nivel federal como estatal, no es garantía alguna de cambio en la judicatura. No garantiza nada más que cambio de nombres, bajo estándares políticos similares a los del sistema creado décadas atrás.
La mayoría abrumadora de la 4T en las cámaras legislativas ha dispuesto un modelo de elección que simulará contar con la participación de la ciudadanía, así como el sistema actual simulaba exámenes y procedimientos basados en una supuesta carrera judicial.
La simulación anterior, que dejaba al arbitrio e injerencia directa del Ejecutivo federal y estatal casi cualquier designación, será suplida por otra farsa que no ofrece alguna señal de éxito.
La reforma heredada por Andrés Manuel López Obrador a Claudia Sheinbaum, es en realidad una "deforma". Desde su exorbitante costo para el procedimiento hasta el resultado visto en su avance, es una masa amorfa, además carente de fondo.
Los 13 mil millones de pesos solicitados por el Instituto Nacional Electoral (INE) para realizar el procedimiento, son más de la mitad de lo que cuestan las elecciones generales en México de cada tres años, lo que, de entrada, representa una erogación que ya quisiera el sistema de salud o hasta los programas de bienestar social.
Explicar ese monto en una transformación con garantía de cambio positivo sería lo de menos, pero el problema es que no hay tal.

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A nivel estatal hay que sumar, para 2025 y 2027, cantidades exorbitantes que habrán de costar las elecciones de juzgadores de primera y segunda instancia en Chihuahua. Tiene altos costos directos e indirectos.
La bolsa de jubilaciones y pensiones es lo primero que habrá de tocarse, de acuerdo al anuncio de la magistrada presidenta del Tribunal Superior de Justicia del Estado, Myriam Hernández, para pagar las prestaciones de alrededor de un 20 por ciento de juzgadores que habrán de optar por retiro, en vez de someterse al galimatías electoral que se avizora con el novedoso proceso.
A eso, habrá que agregarle lo que la eventual reforma judicial estatal disponga para adecuarse al modelo nacional, una decisión que han postergado varias semanas tanto el Congreso del Estado como el Ejecutivo.
En este punto, vale la pena anotar que además del costo, Chihuahua tendrá su propio embrollo cuando decida poner en marcha su reforma, pues a nivel federal el ordenamiento establece que puede realizarse en dos partes, la primera el año que viene y la segunda para 2027, pero para éste último ya deberán haberse renovado la totalidad de las plazas de jueces y magistrados estatales.
Tal vez es esta salvedad lo que, hasta ahora, mantiene en la indefinición y el desacuerdo entre Palacio de Gobierno y las fuerzas políticas representadas en el Legislativo por el panista Alfredo Chávez y el morenista Cuauhtémoc Estrada.
El volado en el estado está entre comenzar también de forma apresurada, como a nivel federal corre actualmente, el proceso al que ahora obliga la reforma constitucional; o hacerlo de forma más detenida y cuidada, hasta el año final de este sexenio, para evitar la repetición del batidero actual, en el que nadie todavía sabe siquiera cuántas boletas serán necesarias y cómo vamos a votar.
La gran desventaja para el régimen estatal es que dejarlo para 2027 significa perder la conducción política indispensable que requiere el proceso, que sí tendría plenamente si comienza a realizarlo hoy.
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A nivel estatal y federal, la nueva forma de elegir jueces en México, en teoría basada en la transparencia y democratización del Poder Judicial, presenta riesgos que dejan en evidencia la intención de controlarlo desde sus raíces.
No basta con el control de la SCJN, que la 4T habrá de tener en diciembre, pues Luis María Aguilar, uno de los opositores, termina su periodo el día último de este mes; el régimen va por todo el aparato, por todas las canicas, como podía previsualizarse desde la propuesta excesiva, altamente politizada y moralmente cuestionable, por la vulneración de la teórica independencia judicial.
Con el proceso en marcha -que por cierto este domingo cierra una fase con la inscripción de los interesados en contender a nivel federal- el mismo INE ha buscado una prórroga, negada por supuesto, para mejorar la organización y planeación que hasta la fecha realiza sobre las rodillas.
Si aspectos tan básicos -como si habrá 80, 200 o hasta cerca de 300 candidatos por boleta o cómo habrán de definirse los votantes de acuerdo a las demarcaciones y adscripciones judiciales- aún no puede determinar el INE ni el Senado de la República, qué esperanzas de que puedan resolverse situaciones de fondo como las consecuencias que traerá la politización abierta del Poder Judicial.
Ha quedado fuera de toda discusión y análisis el riesgo de que las campañas se conviertan en plataformas politizadas, donde los candidatos promuevan ideologías en lugar de su imparcialidad; y el peligro de la injerencia de intereses particulares por parte quienes le pongan recursos a sus candidatos. Si la autonomía judicial hoy es cuestionable en relación al poder político formal, qué va a pasar con la puerta abierta a los poderes de facto.
Fuera también han quedado aspectos básicos como la desigualdad regional del país, pues hay estados con menor acceso a la información o con altos niveles de marginación, lo que pondría el proceso electoral en manos de los cacicazgos locales. No hay que ir tan lejos, aquí casi toda la zona serrana es tierra sin ley ni autoridad.
Igualmente, ni siquiera se ha analizado la consecuencia de la rotación frecuente de jueces debido a períodos electorales cortos, lo que podría generar falta de continuidad en el trabajo judicial; y, ni se diga, el impacto en la confianza ciudadana hacia la justicia, si las campañas o las elecciones son vistas como manipuladas o corruptas.
¿O de eso se trata? ¿Está servida la mesa para entregar el Poder Judicial a la 4T y a los intereses ocultos que existen en sus sótanos, ligados incluso a los grupos criminales?

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La reforma y "deforma" judicial federal avanzará al capricho, por lo tanto, del Ejecutivo y el Legislativo, sin forma alguna de detenerla.
Pero a nivel estatal, hay oportunidad de, cuando menos, atender puntos básicos que en esta nueva forma de elegir jueces garanticen mecanismos sólidos que aseguren la independencia, profesionalización y transparencia del proceso.
Es imposible evitar del todo que se convierta en un instrumento político o populista, incluso criminal si la delincuencia organizada -que para eso está organizada- logra secuestrar todo o parte del modelo, a través del impulso a determinados candidatos.
Esto incluye el establecimiento de reglas claras sobre financiamiento de campañas, criterios técnicos estrictos para los candidatos y sistemas de supervisión robustos para prevenir abusos.
Sin estas salvaguardas, el riesgo de deterioro del sistema judicial podría superar cualquier beneficio democratizador que, en el mejor de los casos, tendría si le damos el beneficio de la duda a un modelo experimental que por su acelere genera más desconfianzas que certidumbre.
La implementación de este sistema de elección de jueces a nivel federal traerá más confusión y malestar del que actualmente genera el aparato de justicia, es lo que podemos anticipar desde ahora.
Pero el estado no está obligado a repetirlo con todos sus errores, si además de la voluntad política que demanda, entiende que el proceso requiere una planificación técnica detallada y recursos significativos para abordar el riesgo de que las fallas técnicas socaven todavía más un sistema de justicia tremendamente en deuda con los ciudadanos.