Chihuahua, Chih.- Son casi las dos de la mañana y el área de urgencias del Hospital Morelos del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) parece una pequeña ciudad que nunca duerme. No hay silencio, aunque muchos intentan conciliar el sueño. Más de treinta personas comparten un espacio de apenas seis por seis metros, una sala improvisada de espera y resistencia, donde cada quien encuentra su modo de sobrellevar el tiempo e incertidumbre.
En la recepción, dos señoritas atienden a los derechohabientes que llegan con la ilusión de ser atendidos rápidamente. La mayoría son enviados a la sala común, donde deben esperar a que el doctor de guardia los llame a un consultorio. Para muchos, ese lapso se convierte en un tiempo interminable hasta que llega la atención.
“Apolinar, ¡una salina de mil!”, grita un enfermero a su compañero, mientras revisa las hojas de los pacientes internados en ese momento. La rutina se convierte en un lenguaje propio, en órdenes que repiten una y otra vez, en turnos que parecen no acabar.
En medio de la sala, Celia, una mujer de 89 años, no logra conciliar el sueño desde que ingresó. Siempre inquieta, con oxígeno y movimientos constantes, pregunta una y otra vez: “¿A qué hora nos vamos?”. Su hija, agotada, la calma: “Tranquilita, duérmase… ahorita que despierte nos vamos”. Pero Celia no duerme; el insomnio y la angustia no entienden de consejos.
El reloj avanza hacia las seis de la mañana y con él llega el cambio de turno. Para animarse, los enfermeros encienden una estación de radio y, como un bálsamo inesperado, suena una canción de “Conjunto Primavera”. La voz ranchera llena la sala, arrancando sonrisas cansadas y algún murmullo que tararea bajito.
María, en un rincón, despierta con náuseas. Un suero de mil pende de su brazo, y su familiar, apresurada, saca una bolsa de plástico para contener el vómito. El gesto revela lo improvisado de la atención: las familias se convierten en enfermeras auxiliares, en guardianes de la dignidad de los suyos.
A las 6:38 la sala entera se estremece. Una mujer llora desconsolada: le acaban de informar que su padre falleció. Su lamento se escucha más fuerte que los ronquidos, que la música que aún suena en la radio. Es el eco de la realidad más dura que se vive en Urgencias.
En la entrada de la pequeña sala, un letrero anuncia “Corta estancia”. Pero para quienes pasan horas, días, o incluso fines de semana completos, esa estancia se convierte en lo contrario: un tiempo eterno.
Los enfermos llegan, se acomodan como pueden y se mezclan con los familiares que los acompañan. A veces, las sillas se vuelven cama, la pared sirve de respaldo, el pasillo de refugio. En ese espacio todos comparten la misma espera: larga, pesada y sin respuestas inmediatas.
Una mujer sostiene con cuidado la bolsa de suero de su familiar que va al baño. Camina despacio, temiendo que el tubo se enrede o que la aguja se mueva. No hay camilleros disponibles a esa hora, tampoco bastan las manos del personal. El hospital se sostiene sobre la ayuda mutua y la paciencia de los acompañantes.
En la esquina, un joven que no aparenta dolor alguno se entretiene con el celular. La luz de la pantalla ilumina su rostro, indiferente al murmullo de la sala. Tal vez espera estudios, un diagnóstico, o simplemente el turno que nunca parece llegar. Un hombre duerme profundamente en su camilla. Sus ronquidos resuenan en la sala y provocan alguna sonrisa nerviosa entre los que aún no logran conciliar el sueño. Otro, sentado en una silla de plástico, cabecea sin descanso: sostiene una bolsa de diálisis en una mano y el suero en la otra, como si la gravedad de la enfermedad no le dejara otra opción que dormitar en esa incomodidad.
De pronto, la puerta se abre. Dos enfermeras aparecen. Una lleva una bolsa de papitas y una soda; en el mostrador, un sándwich sobre un plato desechable la espera para más tarde. Sus ojos delatan horas de trabajo continuo. Caminan rápido, pero con la costumbre de quien ha repetido esa ruta decenas de veces en un mismo día.
Ellas cargan hojas blancas que van pegando en las camas, a veces en la pared, o en la orilla metálica. En cada papel: nombre del paciente, número de ingreso, fecha, hora. Datos impersonales que reducen a cada enfermo a una ficha técnica. Algunos papeles de dos días, porque es fin de semana y los especialistas llegarán hasta el lunes para dictar diagnósticos. Hasta entonces, la espera se prolonga sin remedio.
El paso de los minutos se vuelve pesado. Nadie pregunta la hora porque todos saben que la madrugada avanza más lento en Urgencias. Afuera hace frío, adentro el calor humano se mezcla con el cansancio y la tensión. La espera desgasta.
De un lado, los enfermos convalecientes, de rostros pálidos y movimientos lentos. Del otro, el ir y venir del personal médico que, entre papeles y órdenes, apenas alcanza a cubrir lo urgente. Lo que no es grave debe esperar. Y en esa espera se mide la paciencia de todos.
Las paredes no cuentan nada nuevo. Ya han visto incontables noches como esta, con decenas de pacientes alineados, respirando con dificultad, soñando, llorando o simplemente resistiendo.
La madrugada avanza. Algunos despiertan, otros vuelven a dormirse. El llanto del bebé que sonaba afuera termina, los ronquidos son más profundos, el celular del joven brilla. Las enfermeras vuelven a aparecer, ahora con papeles en la mano y ojos más cansados. Afuera comienza a asomarse un tenue resplandor.
El amanecer traerá consigo un nuevo día de espera en Urgencias. Algunos lograrán una cama en piso, otros recibirán alta, varios más seguirán aquí, aguardando a que los lunes traigan consigo a los doctores y las respuestas.
Mientras tanto, la sala de seis por seis metros sigue siendo un universo donde conviven el dolor, la risa, la esperanza y el cansancio. Un retrato vivo de lo que significa enfermar en México: esperar, resistir y confiar en que, pese a todo, alguien atenderá el llamado.
Porque en estas salas se refleja no sólo la fragilidad de los cuerpos, sino también la fragilidad de un sistema de salud que no alcanza. Un sistema que obliga a pacientes y familias a convertir la urgencia en rutina y la necesidad en resignación. En cada hoja pegada, en cada silla ocupada, se escucha el mismo mensaje silencioso: la salud en México, más que un derecho, se ha convertido en una larga espera.