El viejo arriero contaba las historias de los duendes con gracia, con contento, pero adivinábase en su mirada que ocultaba a su público infantil los detalles más cruentos de aquellos relatos que sólo en apariencia eran cuentos de picardías.
El viejo se guardaba para sí lo peor de lo que sabía. Porque el duende es un hombre, pero pequeño, fuerte como caballo brioso, astuto como zorro, zalamero y malicioso, un demonio chiquito en estatura, pero grande en malicia y en estratagemas para ganarse las almas.
Era mi abuelo materno, don Pedro, quien poseía el secreto de los duendes, y sólo escondiéndome detrás de la puerta y fingiéndome dormido, pude una noche escuchar la historia de los duendes en versión para adultos, contada por él a uno de sus hijos menores.
Los encuentros de don Pedro con aquella raza de pequeños seres demoniacos, se remontaba a su tierna juventud. Una de sus experiencias fue cuando, en pleno aguacero, una vez que el muchacho tuvo que salir a dar de comer a las mulas en la troje donde las alojaban los mayores. Pedro se apresuró a llevar pastura y servirla a los animales en los comederos junto con las raciones de agua que trajo del pozo. Aquel cuarto enorme al que en el rancho daban uso también como granero y cuarto de herramientas, se encontraba casi en tinieblas aquella tarde, porque las nubes y el temporal oscurecieron el cielo.
Pedro encendió un quinqué para orientarse en sus labores.
En lo que vaciaba el cubo de agua en un bebedero, algo atrás de él se agitó entre un montón de paja, con un rumor de risillas que le hicieron voltear con sorpresa y curiosidad. Clavó la vista en la paja, pero ya nada se movió.
Recordó el joven aquellas historias que contaba la gente del rancho, sobre pequeños demonios que se arrastraban en los rincones oscuros, y le pegó de súbito un temblor en las corvas y salió penosamente de ahí, figurándose, con el miedo, que en cada detalle y en cada sombra, veía la silueta de un demonio de aquellos.
Desde entonces, las mulas tuvieron su comida y su agua muy temprano, gracias a que Pedro decidió nunca entrar a oscuras en la troje. Pero en el oficio de arriero, que le estaban enseñando los mayores, había que madrugar, ¡y como aprendiz, Pedro fue designado para sacar a los animales en la madrugada, antes de cada viaje!
Volvió el novel arriero a escuchar en su espalda los rumores del roce de un cuerpo contra la paja del rincón, y tornáronse a escuchar las risitas que le estrujaban el alma con el temor profundo del mal.
Siempre que entraba solo a aquella pieza, los duendes se le manifestaban de aquella manera, pero sólo una vez tuvo el muchacho la desgracia de toparse con uno de esos seres de frente, y de verlo a la luz de la luna. “Era un hombrecillo peludo, apenas se le veían los ojos de maldad, creo que no usaba ropas, y en el monte se le pudo haber confundido con un animal, pero yo sabía que en este mundo solamente se pueden reír las gentes y los demonios”.
Se juntaron los aldeanos y decidieron prender fuego a la troje y construir otra nueva, porque eran muchos los que habían tenido los mismos encuentros con aquellos seres maléficos, y en algunos casos, el duende o duendes les habían propuesto entregarles a sus hijos pequeños a cambio de riquezas.
Era tremendo el cobro de una factura que nadie quiso pagar.
Mi abuelo dejó su tierra para trabajar en la ciudad siendo muy joven, y por eso ya no supo si la gente del rancho siguió encontrándose en los rincones oscuros con aquella raza maldita