Con la primera elección de juezas y jueces por voto popular, el sistema judicial enfrenta una etapa inédita y compleja. En las audiencias, estos nuevos funcionarios deben resolver peticiones en el momento, tomar decisiones inmediatas y soportar la exposición constante en redes sociales y medios de comunicación. Los errores, inevitables en este proceso de aprendizaje, suelen amplificarse y generar juicios sociales severos. Sin embargo, es necesario reconocer que muchas y muchos de estos servidores públicos están haciendo su mayor esfuerzo por desempeñar correctamente sus funciones, aprendiendo en la práctica lo que la teoría no siempre enseña.
Ser juzgadora o juzgador exige formación, templanza y experiencia. Como quien aprende a conducir un vehículo, la destreza llega con la práctica diaria: al principio hay errores, pero con el tiempo se adquiere seguridad y precisión. Por fortuna, nuestro sistema contempla mecanismos como el recurso de revocación en audiencia o el de apelación fuera de ella, que permiten corregir las decisiones cuando sea necesario. Entre las virtudes que deben fortalecerse en esta nueva etapa, la templanza es una de las más urgentes. Las y los juzgadores son los árbitros del sistema de justicia al que confiamos nuestros conflictos. Su papel exige moderar impulsos emocionales, mantener el autocontrol y evitar que la pasión o el enojo influyan en sus decisiones. ¿Sirve de algo que una persona juzgadora hable con hostilidad o grite a quien recibe una sentencia condenatoria? La respuesta es no. El respeto y la serenidad son parte esencial de la autoridad judicial. Quien insulta o humilla desde el estrado impone un castigo moral que la ley no contempla. Es indispensable que la sociedad no normalice este tipo de comportamientos. Los “jueces gritones” o “regañadores” son un resabio de autoritarismo. La ciudadanía y la comunidad jurídica debemos presentar quejas cuando ocurran esos abusos, porque solo la denuncia efectiva reduce las prácticas prepotentes y fortalece la justicia con rostro humano. Otro valor fundamental es la independencia judicial. Las y los jueces deben resolver con plena libertad, sin ceder a presiones externas ni a insinuaciones de ningún tipo. Su único compromiso debe ser con la ley y con su conciencia jurídica. Resulta menos costoso para la sociedad soportar los errores de una o un juzgador en formación que mantener en el cargo a un juez o magistrada corrupta que trafica influencias o acomoda la justicia a intereses económicos o políticos. La objetividad también es clave. Cada decisión judicial debe desprenderse de prejuicios, simpatías o antipatías personales. Solo así se construye la confianza pública en los tribunales. Del mismo modo, la integridad y el profesionalismo son esenciales: quienes imparten justicia no solo deben dictar sentencias impecables, sino llevar una vida personal coherente con la dignidad de su función. La conducta ética no termina en el estrado; se refleja en la comunidad, en el trato diario, en el ejemplo. Finalmente, un valor que no puede perderse es el desapego al dinero. Las y los juzgadores deben acostumbrarse a vivir con honradez, en la medianía que la ley permite. Bien lo expresó Benito Juárez: “Los funcionarios públicos no pueden disponer de las rentas sin responsabilidad; no pueden gobernar a impulsos de una voluntad caprichosa, sino con sujeción a las leyes; no pueden improvisar fortunas ni entregarse al ocio y la disipación, sino consagrarse asiduamente al trabajo, viviendo en la honrada medianía que proporciona la retribución que la ley señala.” La justicia que el país necesita se construye con independencia, templanza y honestidad. Las y los nuevos jueces tienen ante sí una enorme responsabilidad, pero también una oportunidad histórica: demostrar que la justicia no solo se dicta, sino que se encarna.Lic. Ignacio Muñoz Ramos
Abogado penalista y catedrático ignaciomgaleana@hotmail.com
