La emboscada del martes pasado contra agentes de la Policía Estatal en Moris no sólo volvió a teñir de sangre la sierra, sino que también destapó algo más que un ataque criminal: un entramado de relaciones, nombres y silencios que mezclan la política con la estructura del narco que domina esa franja entre Chihuahua y Sonora.
Los datos duros del análisis van más allá de los tres policías abatidos, cuyos nombres no deben quedar en el olvido -Ana Esmeralda Arteaga Arroyo, Germán Peralta Hernández y Guillermo Aguirre Palma-, cuatro más heridos y nueve detenidos de inicio entre el eco de los disparos que todavía resuena entre las barrancas. Pero lo que de verdad sacude a la región es que uno de la lista de detenidos, Diego C. P., esposo de la exalcaldesa priista Perla Gacela López Pérez, es a quien todo mundo identificaba como parte de la estructura de mando de La Línea. Su captura, junto a presuntos integrantes de la misma organización, movió más que expedientes judiciales; agitó las raíces políticas de una comunidad donde, desde hace años, se difuminan los límites entre la autoridad legítima y el poder armado. La Línea y los Bournes son los principales marcadores en el mapa del miedo que surge de este territorio, casi perdido por el Estado mexicano, como muchos otros del país. Desde 2020, los hermanos Éver José y Víctor Noé González Bournes -“El Águila” y “El 500”, respectivamente- se asentaron en Moris como operadores de la facción del Cártel de Juárez que pelea por el control del trasiego de drogas, la tala y el robo de minerales. Venían de romper con el Cártel de Sinaloa, de Los Paredes y Los Salazar, y fueron adoptados bajo el ala de César Daniel Manjarrez Alonso, “El H2”, líder de los “H’s”. El resultado fue un infierno extendido de enfrentamientos, desplazamientos y comunidades enteras vaciadas. En Moris, la violencia no llegó: se instaló como residente permanente con permiso otorgado desde la primera autoridad municipal y las complicidades de otras corporaciones y niveles de gobierno.***
No fue sino hasta la emboscada que el tema cobró rostro político. Pero desde hace años las advertencias estaban ahí, a la vista de todo el mundo, en la llamada supercarretera de la información, pero también en espacios físicos que rebasaron las fronteras de Chihuahua.
En 2020 apareció en un puente de la autopista México–Puebla un mensaje que vinculaba a los hermanos Bournes con la masacre de la familia LeBaron (noviembre de 2019 en Bavispe, Sonora, en los límites con Chihuahua) y con Rafael Caro Quintero, leyenda entre los capos de capos. En 2024, nuevas mantas en la capital y publicaciones en redes sociales los acusaban de ser “los que le meten aire al laurel”, un guiño dentro del argot criminal a quienes influyen y sostienen a las cabezas visibles del cártel. En medio de esa nube de nombres, la política local siguió su curso. Perla Gacela López Pérez gobernó Moris de 2021 a 2024 por el PRI, y aunque no existe acusación formal en su contra, la detención de su esposo -y los señalamientos que vinculan a uno de sus familiares con los cabecillas del grupo- desató un torbellino que alcanza también al alcalde actual, Lot Abel Rivera Martínez, de Morena. La vieja sospecha de narcopolítica, esa que durante años se ha ocultado en los pliegues del discurso institucional, se volvió otra vez visible, tangible y embarazosa, como en Guadalupe y Calvo, Balleza, Urique, Nuevo Casas Grandes, Carichí, Madera, Bachíniva, Zaragoza, Chínipas, etcétera. Los hechos recientes son la consecuencia de un proceso acumulado: laboratorios destruidos, choques armados en El Pilar, Ciénega de Rodríguez y Talayotes, aseguramientos de explosivos y plantíos, decenas de desplazados, y un pueblo indígena -los warijó o guarojíos- que viajó hasta la Ciudad de México a exigir paz y presencia del Estado hace apenas unos meses, ante lo cual no hubo más que oídos sordos. El municipio de Moris, antes apenas una mancha en el mapa de la Sierra Madre Occidental, ahora figura en informes de seguridad federal, y sus comunidades viven bajo la ley del miedo. Allí, los “monstruos” calcinados y las casas abandonadas no son metáforas, son la huella visible de una guerra en la que la autoridad legítima, la electa democráticamente, se pierde en la frontera con el crimen.***
La fatalidad que apagó la vida de los agentes estatales exhibe lo que ocurre cuando los gobiernos municipales son el primer eslabón del abandono, cuando el poder local, el más cercano, el que toca tierra, se vuelve vulnerable o complaciente ante el crimen.
No se trata sólo de un problema de policía; es una falla de Estado. La delincuencia encontró en la debilidad institucional una rendija por donde se cuela el dinero, la intimidación y el voto comprado. La detención de Diego y otros ocho no es sólo una nota roja, sino el síntoma visible de cómo la política local puede terminar orbitando en torno al poder del crimen que gobierna con el miedo. Por eso en Moris, como en otros municipios donde se han registrado ataques similares, lo que se rompe no es únicamente el orden público, sino la credibilidad de la autoridad. Las redes sociales, los mensajes anónimos, las mantas en los puentes y los audios o videos donde se organizan los criminales han sustituido el papel de las denuncias formales. En la Sierra Tarahumara, las palabras se lanzan al aire con la esperanza de que alguien las escuche, pero casi siempre el eco se pierde entre los pinos. Durante años, habitantes denunciaron la presencia de “El Águila”, “El 500” y “El Fay”-Rafael Félix R., jefe directo del esposo de la exalcaldesa- como responsables del saqueo de minas, del despojo de tierras y de la tala ilegal. También señalaron a funcionarios locales por omisión o complicidad. Ninguna otra autoridad hizo caso. El operativo que dejó nueve detenidos puede ser un parteaguas… o sólo una anécdota en el ciclo de violencia si no se investiga a fondo la red política y económica que permitió la operación de estos grupos durante años. Las preguntas incómodas están sobre la mesa: ¿Quién protegía a “La Línea” en Moris? ¿Cuánto sabía la autoridad municipal y cuánto quiso no saber? ¿Cuántos votos, contratos o favores cuesta la red de la narcopolítica extendida por los municipios del estado? ¿Quién va a intervenir más allá del obligado operativo de tres, cuatro, cinco días? La sierra no miente y guarda memoria. Y en Moris, esa memoria está escrita en las paredes de las casas abandonadas, en los mensajes que el viento arrastra desde los montes y en las patrullas que vuelven a pasar despacio por los caminos donde cayeron tres policías. Esa emboscada fue el destape brutal de la vieja costura entre poder y violencia que el norte del país lleva años sin querer mirar. La Línea volvió a recordarlo.***
La escena del adiós a los tres policías estatales abatidos en Moris fue algo más que un acto protocolario encabezado por el secretario de Seguridad, Gilberto Loya, quien, junto con el fiscal general, César Jáuregui, al menos da la cara frente a las tropas agredidas y sus familias.
La última guardia para Ana Esmeralda, Germán y Guillermo fue también el espejo del país que somos, uno donde el heroísmo cotidiano se mide en funerales con honores, en placas entregadas a madres y viudas, en sirenas que suenan por última vez para despedir a quienes un día salieron a patrullar y ya no volvieron. En los discursos hubo palabras que resuenan en la formación de los policías, valentía, entrega, honor, pero detrás de cada una se revela un vacío, el de la fragilidad institucional y humana de quienes viven en la primera línea del combate a la violencia. Son los policías los que enfrentan, con su cuerpo, la consecuencia directa de las omisiones y errores que se acumulan más arriba, donde las estrategias se discuten desde escritorios seguros. El subinspector que tomó el micrófono, Alejandro Iván Díaz, lo dijo sin proponérselo: “No hay palabras suficientes para abarcar lo que sentimos...”. En esa frase hay más verdad que en cualquier parte del protocolo fúnebre para los caídos y los suyos. Porque lo que ocurre tras cada emboscada no es sólo la muerte de policías, es la fractura de una comunidad de servicio, el recordatorio de que el uniforme no alcanza para blindar la vida, ni la voluntad de proteger basta para garantizar la seguridad. La situación es peor de lo que alcanzamos ver si, como lo perciben los mismos agentes estatales, hubo una traición de soldados del Ejército, que el día de la emboscada no quisieron acompañar el recorrido de los elementos. Este es un dato turbio que ha quedado escondido en medio de esta nueva crisis de seguridad. Las despedidas con honores son necesarias, pero deberían ser también un punto de inflexión. Porque cada plegaria por los caídos debería obligar a revisar no sólo el valor de su sacrificio, sino las condiciones en que lo asumieron: cuántos refuerzos tenían, qué tipo de armamento portaban, qué respaldo real, no simbólico, ofrece la institución a las familias que hoy reciben una bandera doblada y una fotografía enmarcada. El dolor de los policías, como el de sus familias, suele quedar sepultado bajo el ruido de la siguiente noticia sangrienta; lamentablemente así es por la velocidad con la que ocurren las tragedias. Ese heroísmo no puede seguir siendo un recurso retórico para cubrir la deuda de un Estado que no alcanza a proteger a quienes lo representan.