El pasado sábado 15 de noviembre las calles de México se llenaron con la energía vibrante de la Generación Z. Sus voces, firmes y diversas, resonaron en una manifestación que, más allá de sus demandas específicas, nos obliga a una reflexión urgente: ¿cómo aseguramos de que su pasión y deseo de cambio se anclen en principios sólidos y una visión constructiva para el futuro de nuestra nación, sin diluirse en la indignación pasajera?

Un reciente análisis filosófico publicado por este servidor en la revista Dilemas Contemporáneos, denominado “El amor como causa formal, material y eficiente de la educación”, ahonda en la esencia de la pedagogía. Sugiere que la respuesta radica en una comprensión más elevada de la educación.

Esta no es una mera transmisión de habilidades o conocimientos técnicos, sino un acto de amor profundo y consciente. Filósofos como Agustín Basave Fernández del Valle, en sintonía con pensadores desde Aristóteles hasta Santo Tomás de Aquino, nos recuerdan que el verdadero propósito de educar es moldear el "ethos" del ser humano, forjando una personalidad moral íntegra.

Esta perspectiva nos aleja de una educación puramente funcional o utilitaria, que prioriza el "tener" sobre el "ser". No basta con dotar a nuestros hijos de destrezas laborales; es imperativo proporcionarles una brújula ética que guíe su actuar en todas las facetas de la vida, especialmente en la compleja esfera pública.

Educar en política implica, como decía Basave, cultivar la capacidad de discernir lo "verdaderamente valioso" en el ámbito social y gubernamental: la justicia, la equidad, la verdad y el bien común. Se busca fomentar un sentido crítico y una participación ciudadana responsable que trascienda la reacción superficial, formando una cosmovisión que valore el progreso humano en su sentido más amplio.

Es aquí donde la obligación de nosotros los padres se torna insustituible. Aunque las instituciones educativas son agentes importantes y complementarios, el hogar es el crisol primario donde se forjan los valores. Somos los primeros educadores, los mentores del amor en su sentido más amplio y transformador.

Es nuestra tarea diaria, con el ejemplo y el diálogo constante, enseñar a nuestros hijos a amar lo justo, a respetar al prójimo en su dignidad, a comprender la importancia de la patria como espacio de convivencia y responsabilidad, y a comprometerse activamente con el mejoramiento de la sociedad.

Este "amor ordenado", como San Agustín lo conceptualizaba, nos permite jerarquizar nuestras decisiones, dirigiéndonos siempre hacia el bien. Luz García Alonso, otra filósofa, lo deja claro: "la única posibilidad de la educación es la educación en valores".

Las recientes protestas de la Generación Z, con su ímpetu y clamor por atención a problemas urgentes, evidencian una juventud que desea ser escuchada y anhela cambios. Esta energía es un activo social invaluable. Sin embargo, para que su activismo no se diluya en la indignación, caiga en la manipulación o se reduzca a tecnicismos vacíos, hay que atender a lo que advertía Miguel de Unamuno: una educación sin humanismo no crea "pueblos libres y conscientes de su libertad", es crucial cimentarla en una sólida formación moral y ética.

Ante los problemas que vive México, es deseable que los jóvenes -y también los adultos- seamos capaces de señalarlos y de proponer soluciones éticas, bien razonadas y sostenibles.