En las entrañas de la tierra, donde antes ricos minerales eran arrancados, hoy sólo salen cadáveres. En Aquiles Serdán, entre las comunidades de Santo Domingo y San Antonio, los tiros de mina se han convertido desde hace unos seis años en depósitos del horror, donde el crimen organizado arroja a sus víctimas con una impunidad que ya parece costumbre.
Alrededor de 41 cuerpos recuperados desde 2019 dan cuenta de esa brutalidad que ha convertido varias comunidades del estado en narcopanteones, a los que ni siquiera escapan los inocentes. Los casos de Ivania Perea Prieto y su padre, Martín Perea, levantados afuera de su casa y hallados semanas después en un tiro de más de 200 metros de profundidad, fueron de los primeros, pero desde entonces, las minas se transformaron en fosa recurrente, un agujero sin fondo donde la justicia nunca termina de asomarse. En estos días, las autoridades confirmaron el hallazgo de otros diez cuerpos, al menos uno identificado con toda claridad desde el inicio: Jahir Núñez Gandarilla, de 40 años, oriundo de Durango, quien había viajado a Chihuahua junto a unos conocidos para instalar un negocio de máquinas tragamonedas. Los otros tres -Juan y Ezequiel Corral Acuña y Jesús Román de Santiago Solís- también eran de Durango. Desaparecieron el 29 de octubre; la camioneta en la que viajaban apareció calcinada en la carretera a Delicias. Pocos días después, sus cuerpos fueron encontrados en un tiro de la Cueva del Murciélago, pobre atractivo turístico de Santa Eulalia. El caso espanta no sólo por la violencia sino por la repetición del mismo patrón, los mismos tiros de mina, la misma pasividad oficial. Desde 2019 se han hecho hallazgos, se han prometido cierres y operativos, se han anunciado estrategias para “asegurar la zona”… pero los cuerpos siguen apareciendo. En 2022, el acceso a uno de los tiros fue clausurado por el entonces fiscal Roberto Fierro; hoy, apenas tres años después, los criminales han vuelto a usarlos como vertederos humanos. No hay metáfora que alcance para explicar la descomposición que encierra este hecho. Las minas que un día representaron el trabajo, el sustento y la esperanza de una región por siglos, hoy son tumbas improvisadas. En el fondo de esos túneles, donde antes resonaban los golpes de un martillo, ahora reina el silencio de los sepulcros. Las familias viven el infierno en la superficie. Días enteros esperando confirmaciones, nombres que no llegan, cuerpos que no se identifican. La incertidumbre se vuelve una tortura lenta. En cada operativo, la posibilidad de encontrar al ser querido se mezcla con el miedo de que sea precisamente su nombre el que se pronuncie al final. Las autoridades locales comparecen en conferencias de prensa, explican procedimientos, enlistan dependencias involucradas -Agencia Estatal de Investigación, Comisión de Búsqueda, Protección Civil, Ejército, Guardia Nacional-, pero la verdad es que nada detiene la tragedia; las autoridades federales ni siquiera dan la cara. No hay prevención, no hay vigilancia en los accesos, no hay justicia que alcance a quienes han convertido esos tiros en cementerios clandestinos. La mina del olvido no está sólo en Aquiles Serdán: está en cada expediente sin resolver, en cada promesa incumplida, en cada conferencia que sustituye la acción por el discurso; está en la autoridad en todos sus niveles que va al tiro sólo cuando es obligada a mirar hacia abajo.***
El último hallazgo de diez cuerpos en un solo tiro de mina no sólo exhibe el dominio criminal del Cártel de Sinaloa en esa pequeña franja tan cercana a la capital del estado, también desnuda, con brutal claridad, la precariedad institucional con que los municipios enfrentan a las organizaciones delictivas que hoy controlan territorio, economía y miedo.
Bajo tierra no sólo quedaron sepultadas las víctimas, también la ilusión de que existan autoridades capaces de proteger a su gente. Detrás de los cuerpos encontrados hay un nombre que se repite una y otra vez en los informes de inteligencia: Luis Carlos Villa Rosales, “El Topo”, operador de la facción de “Los Salgueiro” del Cártel de Sinaloa, que desde hace una década disputa la plaza de Chihuahua y Aquiles Serdán contra remanentes de “La Línea” y contra otros grupos del propio Cártel de Sinaloa, como “El Verín” y su posible expatrón, “El Capulina”. Su historial es conocido. Capturado en 2015 junto a otros sicarios, liberado tiempo después y señalado en distintos atentados, entre ellos el ocurrido en un palenque clandestino de Aquiles Serdán en 2023. Las investigaciones apuntan a su grupo como responsable de esa masacre, y a posibles complicidades entre policías y delincuentes muy locales. La disputa ha ido dejando un rastro de ejecuciones, cuerpos abandonados e impunidad. En julio del año pasado, tres hombres fueron asesinados frente al Cereso de Aquiles Serdán, uno de ellos, “Chuy Largo”, también del Cártel de Sinaloa, fue abatido como parte de esta pugna que tiene asiento en la pequeña localidad. En ese crimen de alto impacto, que generó muchas sospechas al ejecutarse justo afuera de la prisión, se habrían involucrado "Los Topos" de Villa, como parte de esa telaraña de alianzas y traiciones que hoy tiene a Chihuahua sumido en un mapa de control criminal fragmentado, donde cada grupo defiende un pedazo de territorio. La novedad no es la violencia, sino la resignación con que las autoridades locales observan esa pérdida de terreno o avance del crimen, ante su poca tropa para el trabajo de seguridad, así como su incapacidad presupuestal y jurídica. Aquiles Serdán, con alrededor de 25 mil habitantes, tiene una Policía Municipal con menos de 40 elementos en activo, sueldos de entre ocho mil y 12 mil pesos mensuales, sin patrullas suficientes, sin armamento adecuado y sin acceso a capacitación continua. Su presupuesto anual para seguridad pública -apenas cinco millones de pesos de los 89 millones de los que dispone, según datos del Presupuesto de Egresos 2025- equivale a lo que un cártel puede gastar en unos cuantos días de operaciones. El municipio, como casi todos los del país, depende de los recursos federales del FASP (Fondo de Aportaciones para la Seguridad Pública), los cuales son canalizados a través del estado. Pero el apoyo directo a los municipios prácticamente desapareció desde 2020, cuando se extinguió el Fortaseg, que era el único programa federal dedicado a fortalecer policías municipales. Desde entonces, la seguridad pública en los municipios se sostiene con fondos mínimos, esfuerzos improvisados y una rotación permanente de mandos. En la práctica, los ayuntamientos están desarmados frente a ejércitos criminales con recursos ilimitados.***
En la entidad, de los 67 municipios, más de la mitad no cumple con el estado de fuerza mínimo recomendado por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP). Hay municipios con menos de diez agentes operativos para cubrir extensiones rurales enormes.
Mientras tanto, la Policía del Estado concentra cada vez más funciones, pero también enfrenta limitaciones presupuestales. En 2025, el gasto estatal en seguridad pública fue de siete mil 300 millones de pesos, apenas tres por ciento más que el año anterior, por debajo del crecimiento inflacionario, pero cada vez más alto comparativamente, sin los resultados deseados ante la falta de respaldo municipal y federal. La fórmula es letal: municipios debilitados, estados sin capacidad de auxilio y un Gobierno Federal que, con el pretexto de priorizar los programas sociales, ignora la necesaria construcción de un tejido policial que tenga como cimiento la autoridad más cercana a la población, la municipal. La violencia en Aquiles Serdán no es un hecho aislado. Es el reflejo de lo que ocurre en decenas de municipios del país donde el crimen se ha vuelto la autoridad de facto, la que dicta horarios, prohíbe o permite actividades. El caso de “El Topo” es, en realidad, el retrato del país que se niega a ver su propio derrumbe institucional, con criminales que más tardan en entrar que en salir de prisión, las minas convertidas en cementerios clandestinos, los policías que patrullan sin gasolina ni chalecos y una ciudadanía que sobrevive entre el miedo y la costumbre. Mientras reina el discurso de la pacificación, y con ello colapsan los presupuestos estatales y principalmente los municipales, todas las autoridades parecen limitar su labor a contar cadáveres, olvidándose de cualquier contención a nivel preventivo municipal y de cualquier investigación profunda de los homicidios cometidos por la delincuencia organizada, siempre intocable. Y Aquiles Serdán, ese pequeño municipio pegado a la capital, resume la ecuación trágica del México actual, la de los municipios con policías empobrecidos, haciéndoles frente a cárteles ricos que, además, operan a sus anchas para fortalecer sus ingresos e imponer sus reinos territoriales del terror. En ese desequilibrio está una gran parte de la raíz del desastre. Porque sin policías locales fuertes, sin presupuesto, sin Federación presente, no hay territorio que resista, ni sociedad funcional que sobreviva.




