El Día de Muertos volvió a teñirse de sangre. En Uruapan, Michoacán, el alcalde Carlos Alberto Manzo Rodríguez fue asesinado a tiros en plena plaza pública. La imagen es insoportable: la gente corre, los niños gritan, y otro funcionario municipal cae abatido frente a un país que parece haberse acostumbrado al horror.
Este crimen no es un hecho aislado. Es el reflejo de una crisis de seguridad política que lleva más de seis años sin control y que, lejos de disminuir, se ha vuelto rutina. Desde diciembre de 2018, cuando comenzó la llamada “Cuarta Transformación”, decenas de alcaldes, regidores, diputadas y exgobernadores han sido asesinados, muchos de ellos en circunstancias sospechosas o en medio de disputas con grupos criminales.
Basta mirar el caso de Martha Érika Alonso y Rafael Moreno Valle, quienes perdieron la vida apenas días después de asumir la gubernatura de Puebla, en un accidente aéreo que aún genera dudas. O los innumerables políticos locales ejecutados en sus municipios mientras el discurso oficial repite, como un eco cansado: “ya se está investigando”.
La política de “abrazos, no balazos”: ¿una promesa o una rendición?
Cuando Andrés Manuel López Obrador anunció su política de “abrazos, no balazos”, muchos la recibieron como un cambio de paradigma: atacar las causas de la violencia, no sólo a sus perpetradores. Sin embargo, los años demostraron que esa estrategia terminó siendo más un eslogan que una solución.
Los abrazos se quedaron en el discurso, pero los balazos siguen sonando todos los días, especialmente contra aquellos que no forman parte del oficialismo. La violencia parece tener dirección: los opositores, los críticos, los alcaldes incómodos o quienes se resisten a pactar con los cárteles locales.
Mientras tanto, desde Palacio Nacional y las oficinas de Comunicación de Morena, la respuesta se repite con puntualidad burocrática: condenas genéricas, promesas de coordinación, y un llamado a “no politizar la tragedia”. Esa narrativa busca silenciar el debate público y normalizar la violencia como si fuera inevitable vivir con miedo.
Una nación que se acostumbra a enterrar
La muerte del alcalde de Uruapan no debería ser una estadística más. Pero lo será. En unos días, los reflectores se apagarán, y el ciclo se repetirá en otro municipio, en otro estado, bajo el mismo discurso. Mientras tanto, los ciudadanos seguirán preguntándose quién gobierna realmente: ¿el partido en el poder o los grupos que imponen su ley por las malas?
El problema no es sólo la violencia, sino la indiferencia institucional que la acompaña. En un país donde cada asesinato político se diluye entre comunicados y abrazos simbólicos, la democracia pierde legitimidad y la ciudadanía, esperanza.
Morena heredó un país violento, sí. Pero seis años después, ya no puede culpar al pasado. Hoy, los muertos son suyos, la estrategia es suya, y la responsabilidad también. Si los abrazos no bastan para detener los balazos, quizás sea hora de aceptar que la paz no se decreta: se construye con justicia, con verdad y con valor político.
