“Hay que ser muy mañoso en este negocio, licenciada. Tu saca el dinero de donde sea, de tu bolsa o de tus patrocinadores, todo sin factura...”, así trataron de convencer a la jueza cuando, desesperada, tenía 15 días en campaña y sus redes sociales seguían igual que antes, como si nada.

Las interacciones eran las comunes: sus amigos, amigas y familiares le respondían sus publicaciones deseándole éxito y recomendándola como una persona digna de confianza para el cargo, con amplia experiencia, sin vínculos con los partidos y una envidiable preparación profesional; nada más allá de lo habitual.

“Tu ocúpate de las ideas que quieras posicionar, nosotros nos encargamos de lo demás”, le decían un par de asesores que un amigo le había recomendado para el manejo “explosivo” de sus redes sociales, única herramienta que podía utilizar para darse a conocer, pero sin contratarles publicidad directamente y sin gastar más allá de entre 170 mil y 230 mil pesos en toda su campaña.

Antes de soltarle la cantidad que pedían por sus servicios, estos gurús de las redes la envolvieron con términos que apenas entendía, aunque sí los había escuchado.

Le hablaban de “granjas de bots para generar trending”, “engagement como nunca lo había imaginado ni soñado”, “hashtags”, “feed”, “followers” y demás terminología del tecno-espanglish tan usado en esta materia por quienes, sin necesidad de conocer un renglón de la Constitución ni un artículo del Código Penal, ahora andaban presentándose como nuevos maestros de los juristas más consolidados de Chihuahua.

La complejidad del panorama de las redes que le presentaban a la juzgadora llegaba a sumarse al montón de recomendaciones que algunos conocidos metidos en la política le habían hecho, como el manejo de las poses, las promesas vagas, las mentirillas para salir del paso y otras malas artes que quienes se dedican a esa actividad han desarrollado durante años de ejercicio y entrenamiento en campañas.

Conocía las normas penales al derecho y al revés, estatales y federales y las de otros países, con toda su reglamentación procedimental, pero ni una letra de la compleja y limitada legislación electoral mexicana.

Su ignorancia en materia de político-electoral la asustaba, pero más la asustó la cotización que le entregaron por 200 mil pesos para menos de dos meses de campaña.

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El tope de campaña, para la juzgadora en mención, era una cantidad muy alta para su nivel de vida habitual, pero sí tenía posibilidades de sacarlo de su bolsa y de una “coperacha” con familiares directos y de su esposo.

Ni había pensado en patrocinadores empresarios o políticos por mero sentido común y ético. Además, por falta de contactos en estos gremios.

Había contemplado volantes, reuniones vecinales, tocar las puertas de los medios de comunicación a ver si tenía suerte, gastos de transporte, comidas y otros, porque entre todo lo complejo de una campaña debía seguir en sus funciones jurisdiccionales, que le llevaban entre siete y diez horas por día, salvo fines de semana y festivos.

Su estrategia estaba limitada a un distrito judicial, en una ciudad con casi mil colonias y fraccionamientos, que por supuesto jamás alcanzaría a recorrer a un ritmo de dos o tres sectores por día, entre la tocadera de puertas y las reuniones con 10-15 personas que sus conocidos y algunos interesados en el proceso le habían agendado.

“Explotar las redes”, como le ofrecían, parecía la única opción de posicionamiento masivo, después de dos o tres entrevistas que había logrado con visitas de cortesía a los medios que le abrieron las puertas, también como mera cortesía.

Ahora como política aprendiz, estaba en sus manos la tarea de conocer a su electorado, definir y explicar su oferta electoral, aprender a posar para la foto y los videos, hablar con más público que el habitual de las audiencias y llevar las riendas de una campaña excesivamente reglamentada y fiscalizada por el Instituto Estatal Electoral, en el caso de los aspirantes al Tribunal Superior de Justicia del Estado.

Esas exigencias hacían tentadora, aunque casi impagable para algunos, la oferta de los gurús de las redes que prometían miles de likes con potencial de convertirse en votos.

La oferta incluía el pago de los servicios publicitarios, sin facturas, sin contratos y sin rastreo del dinero para evitar las molestias de una autoridad electoral aturdida todavía por el trancazo de la reforma judicial que sacó de sus tribunales a los jueces.

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¿A cuántos más les cayeron esos “expertos” del manejo de redes? ¿Cuántos clientes se engancharon con la idea de que su primera incursión en la política electoral fuera brillante?

En la elección de juzgadores federales, ya han sido evidenciadas por la Comisión de Quejas y Denuncias del INE la candidata a ministra Ingrid de los Ángeles Tapia Gutiérrez, promovida a través de la cuenta “Amigos de toro Burgos con la Ministra”; y Yasmín Esquivel Mossa, mediante la página “Justicia sin Barreras”.

Otras aspirantes al más alto cargo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación también han sido señaladas, aunque no haya recursos formales en su contra, por la tercerización de servicios publicitarios, a través de agencias o empresas dedicadas a las campañas políticas.

A nivel local, hasta donde sabemos el IEE no tiene denuncias formales, pero podría intuirse la práctica al revisar qué tan producidos y trabajados están los materiales audiovisuales de los candidatos y candidatas a magistrados y jueces de primera instancia.

Sin justificar la labor que realizan esos que todavía ven en las destructivas redes la posibilidad de construir proyectos políticos y sin dejar de reprobar a quienes burlan las normas en sus candidaturas, la principal causa de estas desviaciones es la imposición de una reforma judicial a rajatabla, sin más análisis ni diagnóstico que la ampliamente publicitada corrupción en los tribunales.

El sistema electoral mexicano, por historia y tradición, está hecho sobre una base de simulación e hipocresía, donde los aspirantes y gobernantes pueden robar, mentir, fingir, mientras cambian de ideologías, principios y convicciones como de calcetines. Al mismo tiempo niegan todo lo que les pueda resultar en algo negativo, por más evidentes que sean sus conductas perniciosas.

Simulan los actores políticos hasta el absurdo, como si un gobernante panista no quisiera que lo sucediera uno de su mismo signo partidista; como si un gobernante morenista no quisiera que la mayoría de los diputados y senadores fueran de los suyos; como si lo único mejor para un político no fuera tener y conservar el poder; como si no tuvieran esa función social y democrática de luchar por el poder y ejercerlo.

Simulan ahora los jueces y juezas, magistrados y magistradas, que no aspiran de nueve de la mañana a tres de la tarde, cuando deben estar ocupándose de sus actividades en los tribunales, aunque en realidad no dejan de hacerlo, como no dejan de respirar.

Simulan que no utilizan los recursos a su alcance y el sistema simula que hay equidad, cuando es obvio que no hay un piso parejo entre un ministro de la Corte, con medio millón de pesos de sueldo al año, y un abogado con el mínimo de experiencia profesional que pide la ley.

Todo es simulación, como contratar expertos en redes en cash para no registrar contablemente el gasto ante la entidad fiscalizadora de las campañas.

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Más que la actividad política y electoral que ahora llega a instalarse -para bien o para mal, la historia lo juzgará- en el Poder Judicial, es la enorme carga de simulación impuesta lo que provoca, entre otras cosas, que haya quienes busquen burlar las reglas.

¿Quién en su sano juicio creería que, con todas las limitaciones existentes, podría llegar a una base mínima de electores para ofrecer su candidatura y proyecto?

Los candidatos políticos gastan millones por una gubernatura, diputación o senaduría y ni así logran abatir los elevados niveles de abstencionismo. Así, es lógico apostar a que será mínima la participación ciudadana en el proceso judicial, en buena medida porque muy pocos saben que existen los candidatos.

Abatir la simulación debería ser el reto del sistema electoral, tanto para elegir titulares del Ejecutivo como del Legislativo y ahora del Judicial, pues mientras las normas no se apeguen a la realidad natural, nadie podrá impedir el quebranto de las mismas.

Desde luego, los principios éticos de los litigantes y juzgadores deberían prevalecer por sobre todas las cosas en un proceso de elección, pero las leyes naturales -como la que establece que mientras haya demanda de algo, legal o ilegal, siempre habrá quién lo oferte- rebasan hasta las conciencias más puras, sobre todo en escenarios extremos como los actuales.

Atender la exigencia de una justicia más clara, transparente, efectiva y de calidad, debe pasar, forzosamente, por los procesos de elección de los juzgadores, pero si estos son forzados a caer en la ilegalidad incluso antes de llegar al cargo, ¿qué puede esperarse de sus sentencias en el futuro?