“Te dije que aquí quería flores, algo colorido, los arbustos allá, las banquetas allá”, gritoneaba Patricio Martínez al entonces alcalde, Jorge Barousse, que en paz descanse. Sin reparo agitaba los brazos, apuntaba con el dedo y alzaba la voz, enfrente de funcionarios convocados a un recorrido de inspección por El Palomar.

Era un sábado de primavera de 2002, con calorcito desde temprano. Más de una decena de testigos observaban callados el regaño del entonces gobernador, que visitaba una de sus obras insignia en Chihuahua, mientras presumía cómo había “limpiado” esa parte de la ciudad, antes invadida de casuchas e indigentes.

Estaba Patricio en todos los detalles de la obra, desde el aplanado de las terracerías hasta los colados de concreto; desde los millones que costaba el levantamiento de estructuras y la adquisición de los terrenos, hasta el zacate que debían llevar los jardines, cada vez más abandonados y poco mantenidos desde entonces.

Por eso trascendían seguido sus corajes, berrinches y exabruptos con los integrantes de su gabinete que le aguantaban el paso, así como contra funcionarios municipales que formalmente no estaban a su mando, pero lo veían y respetaban como el jefe político del estado.

Tal vez -al margen de cualquier otra consideración de la personalidad, el carácter y sus condiciones emocionales- Martínez estaba afectado por un mal de otros tantos gobernadores que pretendían ser alcaldes de la ciudad al mismo tiempo que jefes del Ejecutivo. Una especie de alcaldes grandotes, por encima del presidente municipal.

Por aquel entonces, entraba el gobernador a su último tercio de administración y por encima de Barousse, quien antes de ser alcalde fue su secretario de Comunicaciones y Obras Públicas, crecía la figura del deliciense José Reyes Baeza, quien había sido presidente municipal de la capital entre 2008 y 2001.

Patricio, alcalde de Chihuahua de 1992 a 1995, se había fogueado como jefe de la ciudad durante el arranque del primer gobierno estatal panista del estado, el de Francisco Barrio.

Le había tocado la adversidad de tener un mandatario del que era opositor político, por más que en algunos círculos empresariales no faltaban quienes lo llamaban “Pantricio” porque lo veían muy inclinado al albiazul y a la derecha conservadora que siempre ha distinguido a la capital.

Barrio no pudo evitar que Patricio fuera después gobernador. Si Artemio Iglesias, cabeza gigante y legendaria del PRI, no pudo contener a Martínez, menos podría hacerlo uno de los primeros gobernadores opositores del país, que en vez de albiazul era más bien gris tirando a negro; más malo que la carne de marrano en la cena, suelen decir los rancheros.

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Como jefe del Ejecutivo, posteriormente Martínez García trató de evitar que Reyes Baeza fuera su sucesor, pese a que una aplanadora política del PRI ya había comenzado a rebasarlo desde la segunda parte de su gobierno.

El gran operador político patricista, Víctor Emilio Anchondo, recluido hoy en su notaría, era la carta fuerte para la sucesión de 2004, pero sólo para quienes no se habían dado cuenta que el sexenio había terminado mucho antes de su fin formal.

El baecismo era una estructura avasalladora que creció gracias a que fue oposición interna del gobernador, condenado al retiro con una senaduría o un puesto de membrete en el Comité Nacional del PRI.

Desde luego, otro exgobernador también con origen en Delicias, Fernando Baeza, el tío de Reyes, fue impulsor del proyecto que iba en contra de las directrices del patricismo.

Baeza Terrazas, diferente a Patricio desde las formas que son fondo, no aprendió mucho de su experiencia como alcalde sometido al alcalde grandote Martínez. Para colmo, le tocó lidiar con presidentes municipales panistas de Chihuahua, Juan Blanco de 2004 a 2007 y Carlos Borruel para el cierre del sexenio.

El conflicto con Blanco Zaldívar, que inició con algo tan insignificante como la organización de festivales culturales del Gobierno del Estado y el ayuntamiento, escaló a tal punto que Baeza Terrazas metió a la cárcel al panista acusado de corrupción con el Relleno Sanitario.

La gravísima acusación contra el panista terminó cayéndose en medio de empujones, jaloneos y negociaciones políticas, pero finalmente le sirvió a otro de su mismo partido, Borruel Baquera, hoy morenista y estrella no fulgurante del box en La Casona, para ser el candidato a la gubernatura en 2010. Era especialista en ganar (aunque sea dinero) con las derrotas del PAN, así que poco le importó perder contra otro huracán tricolor, César Duarte.

Pero Baeza Terrazas jamás pudo imponerse como autoridad frente a dos alcaldes panistas con la aspiración natural que llega con el cargo; tampoco pudo imponerse en el PRI para dejar un sucesor cómodo.

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Duarte Jáquez no era el candidato de Reyes, a quien le pasó lo mismo que a Patricio: muy tarde se dio cuenta de que sus apuestas por Óscar Villalobos y Fernando Rodríguez Moreno estaban perdidas, incluso desde que el PRI saliera con una baraja de seis ases (de esas barajas tricolores) en la que también iban Héctor “Teto” Murguía, que en paz descanse; José Reyes Ferriz y Alejandro Cano Ricaud.

Más allá de lo bueno o lo malo que dejó el duartismo, la administración del ballezano fue caracterizada, desde su comienzo, por el juego rudo que no gustaba al baecismo, incrustado hasta la médula en la sociedad chihuahuense, especialmente en la capital.

Era mucho más cómoda y mejor vista por el conservadurismo prianista la figura del baecista Marco Quezada, el hoy morenista que en 2010 recuperó para el PRI la alcaldía de Chihuahua en 2010; que la del jefe del Ejecutivo con orígenes en la Confederación Nacional Campesina y, además, uno de tantos presumidos que veían a Parral como sucursal del cielo, capital del mundo y hasta próximo puerto espacial.

La irrupción de Duarte hizo más tensa la relación gobernador-alcalde. El de Balleza, en la plenitud de su poder, trató de aplastar a Quezada aun como presidente municipal en funciones, ni se diga con otro escándalo, el del AeroShow 2013, donde murieron nueve personas, en lo que fue la culminación de una trama de corrupción de ese trienio, aunque el exalcalde ahora se haya purificado y santificado en Morena, pero sin un solo milímetro de músculo.

Para 2013, Duarte logró imponer alcalde en Chihuahua, con Javier Garfio, también aspirante a la gubernatura posteriormente. Logró también imponer su candidato a gobernador, el juarense Enrique Serrano Escobar, a quien el antiduartismo, más que el panismo, le dio una repasada en las urnas en 2016.

En ese hueco surgido de una estrategia suicida se coló el entonces panista Javier Corral, otro convertido a la religión de la 4T porque le urgía tener fuero, dándole fuerza a la idea, casi un axioma, de que el gobernador no deja sucesor.

El corralato fue un desastre, de la A a la Z, pero más allá de que el quinquenio sumió al estado en una crisis de seguridad, financiera e inversión pública, entre las vendettas del entonces mandatario estuvo la alcaldesa primera alcaldesa que ganó en Chihuahua, Maru Campos.

También ella fue gobernadora a contrapelo del poder de quien disfrazó su corrupción con el escudo de la honestidad, agujerado por la realidad.

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Sirva el repaso de historia reciente para llegar a la situación actual, producto de 35 años de relaciones, complicidades, intereses y confrontaciones del poder político, todo con epicentro en la capital; así evolucionó aquel laboratorio de la democracia que reseñan algunos historiadores del verano caliente de los años 80.

Ahora, pasada la elección judicial, la carrera por la sucesión de 2027 está desatada, con claros punteros que tienen la mira fija en el Palacio de Gobierno: Marco Bonilla por el PAN y aliados; Cruz Pérez Cuéllar por Morena, si la decisión de género no se le atraviesa e impone a una mujer como la senadora Andrea Chávez o la superdelegada federal, Mayra Chávez, previsible apuesta de la secretaria de Bienestar, Ariadna Montiel.

En los pasillos del poder estatal, la pregunta más vigente en la actualidad es cómo habrán de enfrentar Maru y Bonilla la históricamente tormentosa relación Palacio-alcalde.

Hay apuestas y expectativas diversas dentro y fuera de Acción Nacional, dados los ciclos repetitivos de la historia, así como lo que existe detrás de los miles de fotos sonrientes entre gobernadores y alcaldes de su tiempo, dotadas de la necesaria diplomacia (o hipocresía, dicen otros) de la actividad política.

La historia de Maru y Marco, sin embargo, es diferente a la de las relaciones superficiales y obligadas de anteriores titulares del Ejecutivo estatal y del municipio capitalino. Tienen años de ser amigos y de operar en conjunto, desde que empezaron en las ligas juveniles del PAN, con la hoy mandataria como guía.

Si la gobernadora ha caído en la tentación, como sus antecesores, de tratar de ser una alcaldesa grandota sobre el alcalde en funciones, habrán de evaluarlo, sopesarlo, ponderarlo ellos mismos.

Pero sus jugadas, a lo mejor vistas como infantiles por los figurones, santones o tótems que dominaron Acción Nacional hace unos años, hoy los tienen con las riendas del poder en Chihuahua... y con el reto de caminar en la misma dirección, aunque los intereses de una ya no sean los intereses del otro, por razones naturales de sus proyectos políticos y de vida.

Alrededor de dos décadas de amistad y de caminar juntos desde sus pininos en el PAN van a probar su resistencia en la sucesión 2027.