“Cuando se nace pobre, estudiar es el mayor acto de rebeldía contra el sistema. El saber rompe las cadenas de la esclavitud” (Tomás Bulat. 1965-2015)
Los dos conceptos abordados en este artículo están, sin duda, estrechamente vinculados y relacionados de forma evidente.
La educación, en su sentido más amplio, es un proceso intencionado, organizado y sistemático que busca facilitar el aprendizaje y fomentar el desarrollo integral de las personas. Este proceso no ocurre al azar; requiere planificación, objetivos claros, evaluación constante y, sobre todo, un método que garantice tanto la enseñanza como el aprendizaje. Su propósito último es formar individuos críticos, promover valores, fomentar la convivencia y generar personas creativas, autónomas y socialmente responsables. No obstante, la educación también es un derecho humano fundamental. Allí donde escasean las herramientas educativas, la dignidad humana difícilmente puede prosperar. Por ello, una sociedad que carece de educación está condenada, en gran medida, al fracaso colectivo. El sociólogo y futurólogo estadounidense Alvin Toffler afirma con lucidez: “Los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer y escribir, sino aquellos que no puedan aprender, desaprender y reaprender”. Vivimos en una época en la que las redes sociales promueven una cultura superficial, donde el esfuerzo académico y la preparación intelectual se presentan como innecesarios para alcanzar el éxito, reducido a riqueza y poder. Esta narrativa contribuye a la desvalorización del conocimiento y alimenta una inestabilidad social creciente, a la falta de justicia jurídica y social. Incluso desde las instituciones se replican ideas simplistas. Recientemente se afirmó en algunos medios de comunicación, que el sistema de justicia mejoraría con dos factores: voluntad y capacitación. A primera vista, podría parecer acertado, pero se trata de una visión limitada. La capacitación resulta inviable si no hay una base educativa sólida. Es indispensable reconocer que la educación no solo transmite conocimientos, sino que forma valores y desarrolla pensamiento crítico. Pretende moldear ciudadanos y profesionales completos. En cambio, la capacitación está orientada a tareas específicas, enfocada en habilidades concretas para el desempeño de un oficio. Entonces, cabe preguntarse: ¿requiere la justicia capacitación o educación? Hoy nos enfrentamos a este dilema. Quienes ejercen o imparten justicia necesitan una formación amplia, capaz de brindarles una visión integral de la complejidad social. Solo así se puede construir un entorno judicial verdaderamente profesional. Desde los siglos XIX y XX, las instituciones judiciales comprendieron la necesidad de crear sus propias escuelas de formación. Este hecho reflejaba la intención de educar integralmente a los futuros operadores de justicia, conscientes de que decidir sobre los bienes más preciados de la sociedad demanda personas con una formación ética, humana y profesional robusta. Los jueces, sean de primera o segunda instancia, no deben limitarse a conocer el derecho. Deben tener conocimientos sobre democracia, igualdad, inclusión y, en particular, sobre la dignidad humana. Afirmar que la voluntad y la capacitación bastan para mejorar el entorno social es una afirmación reduccionista. Mientras no eduquemos a la sociedad en su conjunto, seguiremos siendo testigos de su desintegración, víctimas de una involución que privilegia el pragmatismo, la inmediatez y la pérdida de sensibilidad hacia lo humano. Zygmunt Bauman, sociólogo polaco reconocido por el concepto de “modernidad líquida”, reflexiona profundamente sobre la educación en tiempos contemporáneos. Tras haber vivido guerras, crisis y revoluciones tecnológicas, advirtió que la fluidez de la sociedad moderna amenaza con reemplazar el pensamiento crítico por la obediencia social. Para Bauman, la justicia es inseparable de la ética y la responsabilidad, las cuales requieren solidaridad, empatía y, por supuesto, educación. Sin embargo, el contexto actual parece alejarse de esta dirección. Por ello, la justicia se percibe frágil y los derechos, casi inexistentes. Solo puede haber instituciones fuertes y personas comprometidas si existe una verdadera educación. La capacitación, por sí sola, es insuficiente; de hecho, puede enseñarse incluso a un simio. Mientras las instituciones de justicia no reflejen una comprensión crítica y profunda de la realidad social, su futuro estará anclado en el pasado. La búsqueda de popularidad, el protagonismo y la falta de empatía no se corrigen con simples talleres ni con buena voluntad. Se requiere algo mucho más profundo y transformador: educación.
