No cabe duda de que uno de los temas más complejos para la política pública y la justicia es la procuración de esta última.

Durante siglos, el Estado ha buscado —aparentemente guiado por sus propios intereses— construir una institución de control social directo para hacer frente al fenómeno criminal.

Debemos partir de una base importante: el Ministerio Público no es una figura de origen mexicano. Su nacimiento en Francia, en el siglo XIV, nos permite entender con claridad el propósito de su creación. Desde sus orígenes, esta institución fue concebida para representar al rey ante los tribunales, con el objetivo principal de proteger los intereses del Estado. Aunque se pretendía salvaguardar el orden público, dicho orden ya había sido previamente definido por el propio Estado, lo que explica por qué esta figura ha operado históricamente al margen de la sociedad.

En México, su evolución histórica ha atravesado diversas etapas. La figura del Ministerio Público fue adoptada del derecho español durante el periodo colonial, de 1530 a 1821. En esa época, los llamados fiscales obedecían directamente al rey, estaban controlados por la Corona e incluso sus funciones se mezclaban con las de los jueces. Hacia 1824, durante el periodo de independencia, esta figura carecía de un diseño institucional claro, ya que sus atribuciones estaban divididas entre actores políticos y jueces. No es sino hasta la Reforma liberal de 1857 cuando se establece que el Ministerio Público sería una institución distintiva, bajo el mando del Poder Ejecutivo, y se incorpora su existencia en la Constitución.

En la época moderna, a partir de 1994, se inicia un proceso de profesionalización: se habla por primera vez de una carrera ministerial, se define con mayor claridad la separación de funciones respecto al Poder Judicial, y se avanza hacia el modelo que en 2008 consolida al Ministerio Público como el director de la investigación criminal, en coordinación con las autoridades policiales y judiciales.

Finalmente, en 2014, la antigua Procuraduría General de Justicia se transforma en la Fiscalía General de la República. Posteriormente, la tendencia se orienta hacia dotar de autonomía a esta institución. ¿Por qué es relevante conocer esta historia para comprender el presente? Porque nos permite entender por qué esta función tan importante sigue quedando a deber.

Cambiar la denominación legal de quien tiene la difícil tarea de investigar delitos no resuelve, por sí mismo, los problemas de fondo.

De acuerdo con un comunicado de prensa del INEGI, emitido el 20 de octubre de 2021, en México había, en promedio, diez fiscales estatales y dos fiscales federales por cada 100,000 habitantes. En 2019, se abrieron 2,076,660 carpetas de investigación en las fiscalías estatales. En ese corte de información, se contaba con 3,944 agencias y fiscalías del Ministerio Público, de las cuales 189 corresponden al fuero federal y 3,755 al estatal, cifras que han permanecido estables desde 2016.

Vale la pena destacar que, según estos datos, el estado de Chihuahua se posiciona como uno de los referentes principales en cuanto al porcentaje de funcionarios del Ministerio Público, con un 31.2 % de fiscales de acuerdo a la media nacional.

En este contexto, resulta complejo entender por qué persiste tanta inconformidad con la labor investigativa. Aunque es evidente que no toda la carga recae exclusivamente sobre los fiscales, ya que sus resultados dependen también del trabajo de peritos, policías y otros recursos que no siempre están disponibles, lo cierto es que existe discrecionalidad y selección de acciones, lo que conlleva una muestra muy baja de eficacia.

El problema de fondo se puede resumir en dos aspectos fundamentales. Primero, según la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública, entre el 92 % y el 93 % de los delitos cometidos no se denuncian; es decir, 9 de cada 10. Por otro lado, de los delitos que sí se denuncian, sólo el 0.8 % llega a consignarse, a recuperar bienes, a reparar el daño o a lograr una condena, así es menos de uno. Esto significa que más del 90 % de los casos quedan sin resolverse.

Estos datos hacen evidente la necesidad de que la figura del fiscal goce de una verdadera autonomía, con el objetivo de garantizar una procuración de justicia efectiva. Aunque en el papel y en las leyes se reconoce la importancia y dignidad de su función, en la práctica esto resulta insuficiente para alcanzar los fines institucionales, la excesiva rotación, falta de incentivos, infraestructura deficiente y muy añeja son factores que permiten los resultados señalados.

No basta con prestar atención a aspectos como la carrera ministerial, la dignificación salarial o el fortalecimiento de herramientas de trabajo que permitan un desempeño eficaz. Es necesario, además, dotar a quienes laboran en estas instituciones no solo de las facultades legales que ya poseen, sino también de la libertad política para ejercerlas, sin restricciones impuestas desde fuera.

No puede pasarse por alto que la más reciente muestra de falta de autonomía institucional en México acaba de suceder hace apenas unos días; independientemente de la calidad del titular de la fiscalía, lo que debe interesarnos a todos los mexicanos son las formas de su nombramiento, su desarrollo y su remoción, en este caso claramente arbitraria. A pesar de los discursos que defienden la independencia de los diversos componentes del sistema de justicia, lo cierto es que, cada vez más, nos parecemos a aquella Francia del siglo XIV. Aunque se reniegue en el discurso, pareciera que hemos retrocedido siete siglos... y si no somos cuidadosos, incluso podríamos regresar al medioevo.