Creo que fue un sueño, pero si hubiera sido sólo eso, no tendría yo el sabor que guardo en la boca y que no se va ni con mil lavadas con crema dental, ni con enjuagues.
¡Y el hedor!
Pero antes de confundirte, te voy a hacer el relato completo de qué me sucedió, y cómo.
Un día llegó a mi correo, un paquete en forma de rollo, como llegan los planos de construcción. Pero no era tal, sino un dibujo muy grande, de algo parecido a una gárgola, preciosamente delineada con tinta china y con muchos detalles, una verdadera obra de arte el propio dibujo. Pero había más en el paquete: una carta manuscrita y un mapa.
“A quien corresponda: Este es el plano de la escultura. Se anexa el mapa de localización de la pieza, así como instrucciones para llegar a ella. Se recomienda a quien la encuentre, que no beba de su sangre, porque perecerá en medio de tormentos que no se pueden describir, y porque liberará al demonio”.
Debía ser una broma macabra, aquello. Así pensé, pero seguí leyendo, y había una serie de indicaciones para entrar a la sierra por la parte de las barrancas del sur, por la Sinforosa, y se especificaba con total precisión la forma de acceder a una especie de autopista que corre paralela al río, en dirección norte, y que llega al sitio exacto donde se encontraban “el templo” y “la pieza”. Es decir, la gárgola.
Tuve por un tiempo en mi estudio aquellos materiales abiertos en un atril, y un día se me ocurrió digitalizar las imágenes del mapita. Así lo hice, y procedí enseguida a empalmarlos con las imágenes de satélite que “bajé” de la red en esa ocasión. Ajusté la escala, y ¡ahí estaba! Los dos mapas coincidían perfectamente, y en un acercamiento al sitio de la gárgola, es decir, al final de la misteriosa autopista de la que nadie conoce su existencia, el satélite mostró un punto rojo.
Acerqué el satélite a lo que más dio el servicio gratuito que tomé de la internet, y a la distancia de 167 metros sobre el suelo, aquel punto se miró naranja, y era indudablemente una cúpula.
Sin dudarlo, saqué mi equipo de campaña, revisé los puntos de seguridad de mi Jeep, y salí como flecha hacia Guachochi, y a la mañana siguiente muy temprano, ya estaba en la cumbre que me marcaba el mapa. Ahí busqué desesperado la entrada secreta al camino secreto, hasta que lo encontré.
¿Quién hubiera adivinado tamaña maravilla!
“Se recomienda a quien la encuentre, que no beba de su sangre, porque perecerá en medio de tormentos que no se pueden describir, y porque liberará al demonio”. La recomendación se me antojaba inútil: ¿Beber sangre de una estatua? Yo no lo iba a hacer.
Llegué, la toqué y no reconocí el material, que no era definitivamente piedra de ningún tipo. La volví a tocar y me pareció caliente. Alargué la mano hacia el cuello de la bestia, donde me pareció percibir un ligero y rítmico movimiento, como si adentro tuviera venas palpitantes de sangre.
Acerqué el oído, y escuché el pulso de la circulación. En ese momento, la gárgola me atrapó con una de sus garras, me dirigió hacia el pico de águila, y fue cuando vi aquel ojo que me miraba con odio y con curiosidad. Las garras, enormes garras de rapaz, me apretaron como a un tubo de crema dental, me exprimieron los intestinos, y ahí caí muerto.
No sé cómo llegué de regreso a Guachochi, pero recuerdo que el monstruo me lamió con su lengua apestosa, y que se abrió una herida en su propio vientre de dragón, y que me obligó a tragar aquella sangre putrefacta. El hedor del líquido rojo no me abandona desde entonces.
Desperté a bordo de mi Jeep en las afueras de Guachochi, desnudo y rasguñado, sin saber cómo llegué hasta ahí.
Si fue un sueño, todo aquello no sucedió. Pero ¿y si no lo fue? Trataré de volverme loco para olvidar que no soñé.