Afganistán.- El patriarca de la aldea estaba en su campo, como cada mañana, agachado entre la alfalfa que le llegaba a la cintura. Pasaba la hoz por los matorrales, y él y sus nietos recogían las plantas en manojos, cargándolos a la espalda hasta las dos vacas refugiadas detrás de la casa familiar.
La última vez que estuve en esta comunidad agrícola en el sur de Afganistán, estas tareas eran imposibles. La aldea era el frente en una guerra interminable. Bajo tierra había un arsenal de artefactos explosivos, el arma predilecta de los talibanes contra las fuerzas de EU.
"Teníamos miedo de que nos mataran, de las explosiones y de las balas", me dijo recientemente el patriarca Haji Muhammed Zarif, de 58 años. Recuerda claramente una de esas explosiones. El 23 de octubre del 2010, soldados estadounidenses registraban los campos de chabacanos de Zarif cuando se escuchó una explosión en un complejo cercano. El humo se elevó hacia el cielo mientras él observaba desde una distancia prudente. Minutos después, aterrizó un helicóptero, y Zarif vio a unos soldados que cargaban a alguien hacia él.Esa figura lejana, dije a Zarif, había sido yo. Mientras trabajaba como fotógrafo para The New York Times, pisé una mina terrestre y perdí ambas piernas.
En cuanto volví a coger una cámara, quise volver a este pueblo, Deh-e Kuchay, en el valle de Arghandab. Eso fue posible tras el fin de la guerra en el 2021. Y ahora, casi 15 años después de mi lesión, me permitieron regresar y ver el País como nunca antes lo había visto: en paz. Estaba allí buscando un cierre, pero no emocional. Tenía asuntos pendientes. Mi tiempo en Afganistán había terminado abruptamente. Me había perdido la retirada estadounidense y la toma del poder de los talibanes. Ahora retomaría la historia en un nuevo capítulo. No tenía ni idea de cómo sería la vida bajo el régimen talibán y yo no albergaba ningún resentimiento hacia el grupo. Había perdido las piernas en un acto de violencia, pero no lo tomé como algo personal. La mina estaba enterrada para quien llegara primero. No me sorprendió que, después de que la guerra había matado o mutilado a tantos, yo fuera el siguiente. Ese día de otoño, estaba haciendo un patrullaje con un pelotón del Ejército estadounidense, documentando operaciones de desminado con Carlotta Gall, corresponsal de The Times. Partiendo de su puesto de combate, los soldados formaron intuitivamente una fila india. Al acercarse a un puesto de control talibán abandonado, típico lugar para bombas en la carretera, se ordenó a la patrulla que se detuviera. Tres soldados avanzaron entonces, barriendo el camino. Dos de ellos -el sargento Brian Maxwell, a cargo del perro rastreador, y el sargento Anton Waterman, a cargo de la seguridad- continuaron hasta un complejo destruido. Entraron y yo los seguí, decidido a mantenerme cerca de la acción. No recuerdo haber oído ninguna explosión, pero hubo una especie de chasquido metálico, seguido de una descarga eléctrica inconmensurable que me recorrió la parte inferior del cuerpo, abrumando todos mis sentidos. Me desplomé en una nube ascendente de humo y polvo. "¡Chicos, necesito ayuda!", recuerdo haber dicho. Mientras yacía en el suelo, intenté tomar fotos de mis piernas destrozadas, pero no pude. Tomé tres fotos de los soldados con los que estaba -sufrieron conmociones cerebrales, pero por lo demás estaban ilesos- antes de que el dolor me abrumara y me obligara a soltar la cámara. Pronto me llevaron a la carretera. Pedí un cigarro. Luego llamé a mi esposa, Vivian, en Sudáfrica. Pedí otro cigarro, pero me lo negaron mientras los médicos trabajaban frenéticamente para mantenerme con vida. Mi memoria se desvanece mientras me subían al helicóptero. Cuando regresé a Deh-e Kuchay en mayo, me reuní con Zarif, el patriarca de la aldea, frente a un pequeño puesto policial. Dijo que creía que la persona alcanzada por la explosión ese día en el 2010 había muerto. "Pero hoy me alegra saber que eras tú y que estás vivo", dijo. Me contó cuánto había cambiado ahora que el País estaba libre de guerra. "Antes, sólo vivíamos. No podíamos disfrutar de la vida", dijo. "Pero ahora, como hay seguridad, disfrutamos cada momento y nos hemos dado cuenta de que realmente estamos vivos". Me llevó al lugar donde perdí las piernas, pero no lo reconocí. El complejo había desaparecido. En su lugar se alzaba un huerto de granados en flor. Me reconfortó ver que ahora brotaba vida de lo que había sido un lugar de destrucción. Detrás de nosotros, el puesto de control al que los soldados estadounidenses se habían acercado con cautela volvía a estar controlado por los talibanes. Una bandera del Emirato Islámico de Afganistán, como llaman los talibanes a su Gobierno, se burlaba de 20 años de una guerra inútil que mató a más de 160 mil afganos y a más de 6 mil estadounidenses. El comandante del puesto de control, Muttaqi Saheb, de 43 años, con cierta curiosidad escuchó mi historia y me preguntó cómo me sentía. "Estoy bien. Fuerte", dije. Había pasado unos 19 meses recuperándome en un hospital militar cerca de Washington. Mis heridas significaban que nunca volvería a fotografiar combates, pero con el tiempo retomé mi trabajo. Deh-e Kuchay es nuevamente un hervidero de actividad rural. Las señales de la ocupación están desapareciendo lentamente. La antigua base estadounidense en el pueblo ha desaparecido, pero los muros antiexplosiones aún bordean parte de una carretera. Donde antes había casas para soldados estadounidenses, trabajadores estaban colocando los cimientos de nuevas viviendas. Busqué a Haji Muhammed Jan, de 67 años, un campesino que había conocido antes de mi lesión. Ha ampliado el huerto de granados donde nos reuníamos hace tantos años. Dijo que estaba contento de que la paz hubiera regresado, pero se quejó de que la economía no iba bien. Los enormes recortes en la ayuda internacional, las sanciones paralizantes relacionadas con las duras restricciones de los talibanes a mujeres y niñas, y la prohibición del cultivo de opio después de la guerra han causado dificultades a muchos afganos. "Como nuestros jóvenes no tienen trabajo ni empleo, el índice de robos ha aumentado", dijo Jan. Un campesino vecino apareció de repente. Llevaba un ramo de flores. La noticia de la presencia de un extranjero en el pueblo se había extendido rápidamente. "Antes, colocábamos artefactos explosivos improvisados para ti", dijo el hombre, Sher Ahmad, de 50 años, mientras me entregaba las flores. "Ahora te damos flores". En la cultura pastún, regalar flores puede ser un gesto de amor, respeto y seguridad. Pronto supe que el hermano de Ahmad era un destacado combatiente talibán y, según el director de la escuela, había colocado bombas contra las fuerzas estadounidenses. El combatiente, conocido como Sardar Agha, financió una opulenta mezquita que eclipsa las estructuras de lodo circundantes. Ahmad dijo que Sardar Agha le había dicho que "recibiera al periodista como es debido". Al salir del pueblo, me sentí contento de haber vuelto a pisar ese terreno, aunque fuera con la ayuda de prótesis, y de haber llegado tan lejos, aunque Afganistán aún tenga mucho camino por recorrer.