Washington DC.- Llego a la marcha en Washington D.C. con una mezcla de indignación y asombro. Indignación porque nunca pensé que en el corazón de una democracia histórica, vería tanques estacionados en esquinas y militares ocupando calles. Asombro porque, pese a todo, pese al calor asfixiante, pese a las redadas del FBI, de la Guardia Nacional, de ICE, ahí estaban 250 mil personas reunidas para defender lo que Trump pone en riesgo.
La avenida se convierte en un río humano. Un río alegre, multicultural, lleno de pancartas que gritan más fuerte que cualquier consigna presidencial: "Todos somos D.C.", "Fuera ICE", "Que se largue Trump", "No a la Policía militar", "Libertad para D.C.", "Americanos contra la oligarquía". Me detengo a leerlas como si fueran capítulos de una novela colectiva, escrita en cartón y plumón por ciudadanos que se saben sitiados, pero no derrotados.
El sol cae a plomo y el pavimento quema, pero nadie se va. Jóvenes latinos, afroamericanos, blancos, asiáticos; estudiantes con sus mochilas, madres con niños en carriolas, viejos militantes de derechos civiles con bastones. Una ciudad que resiste sentirse ocupada, y se rehúsa a vivir bajo el asedio de una fuerza paramilitar con la cara tapada, creada por un Presidente que gobierna como si fuera un Rey. Sin límites legales, sin respeto a la Constitución de su propio país. Caminar por Washington estos días es atravesar un manual de autodefensa ciudadana. Pegados en postes y vitrinas hay folletos con preguntas y respuestas: "Si te detiene ICE, ¿qué haces?", "¿Tienes derecho a grabar a la Policía?", "¿Puedes negarte a que te revisen?", "¿Puedes quedarte callado?". La ciudad se ha vuelto una escuela improvisada de resistencia jurídica. El miedo circula junto con el tráfico, se respira como el calor, se siente en cada mirada recelosa de quienes entran al metro o se atreven a caminar por un barrio vigilado por uniformes verdes.Trump justifica la ocupación con estadísticas falsas sobre homicidios. Habla de una ciudad criminal, desbordada por la violencia, como si fuera un campo de batalla. Es una narrativa útil para militarizar, y para experimentar con un modelo que quiere exportar a Chicago, a Nueva York. Curiosamente, todas ciudades gobernadas por la Oposición, por el Partido Demócrata.
En la marcha escucho a un profesor universitario que me dice: "Esto no es solo sobre Washington. Es un laboratorio. Lo que Trump prueba aquí lo va a usar después en cualquier lugar donde le convenga". Lo anoto en mi libreta, palabra por palabra para no olvidar, porque sé que tiene razón. Lo que se ve en la capital estadounidense no es una estrategia de seguridad pública; es la creación de una fuerza paramilitar personal. ICE, la Guardia Nacional, el FBI desplegados como ejército del Presidente. No para proteger a ciudadanos, sino para desaparecerlos. Circulan historias de personas con green cards y visas levantadas en redadas, de migrantes con papeles enviados a prisiones en El Salvador, de "criminales" deportados a centros de detención en lugares que suenan a castigo medieval: Alligator Alcatraz. Las pancartas en la marcha no solo denuncian la represión, también se burlan de ella. Un joven carga un letrero que dice: "Washington no es Guantánamo". Una señora afroamericana, de pelo canoso y sonrisa desafiante, sostiene otro: "Mis derechos no caben en tu celda". Reímos un poco me dice, porque si no reímos nos hundimos. Mientras camino, pienso en la fragilidad de la democracia estadounidense. Cómo se puede desmoronar en cuestión de meses. Cómo un Presidente puede gobernar como monarca absoluto, ignorando sentencias federales que declaran ilegales sus despliegues militares. Recuerdo las palabras de un juez sobre el envío de la Guardia Nacional a Los Ángeles hace unos meses: "La ocupación fue inconstitucional". Pero aquí estamos, repitiendo la historia. Hablo con un congresista demócrata que me pide no publicar su nombre. Lo describe como "pasmo político". El Partido Demócrata no sabe cómo reaccionar. Unos quieren imitar el estilo de Gavin Newsom, golpeando con la misma retórica incendiaria. Otros insisten en un viraje progresista más audaz, al estilo de Mamdani en Nueva York. La indecisión los paraliza, y mientras discuten estrategia, Trump avanza, ocupa, sitia. En la marcha también se habla del impacto del trumpismo en tantos ámbitos. De los restaurantes que están cerrando porque sus trabajadores migrantes tienen miedo de salir a la calle. De los hoteles que no consiguen empleados. De la mitad de Washington que funciona gracias a manos invisibles hoy acorraladas por el miedo. El tejido social se desgarra: familias que dejan de salir, comunidades que se esconden, una ciudad que pierde la vitalidad de sus calles. Barrios, como Columbia Heights, apagados. Camino detrás de un grupo de jóvenes mexicanos que ondean una bandera tricolor y entonan el himno nacional. Avanzan arrancando aplausos y porras. Pienso en la ironía: los mismos migrantes que alimentan la ciudad, que limpian sus oficinas, que sostienen su economía, hoy son perseguidos por un Gobierno incapaz de reconocer cuanto los necesita. La marcha, sin embargo, no se vive como velorio. Es fiesta cívica. Hay tambores, hay cantos, hay coreografías improvisadas. El calor no apaga la energía. La indignación se transforma en música, en baile, en coros de "No queremos Reyes", "Somos democracia en peligro". Me impresiona la jovialidad frente al miedo. La mujer vestida de gala, con tacones y estola de plumas, cargando un letrero que dice "Fabulosa combatiendo el fascismo". La capacidad de miles de personas de decir "no" con alegría, de convertir la resistencia en jolgorio. Esa energía me recuerda a las marchas estudiantiles en México, a las luchas contra el PRI autoritario, a las plazas llenas de jóvenes en otras latitudes -Georgia, Rumania, Serbia- marchando por un país posible, el país democrático. Mientras camino hacia el final de la ruta que desemboca frente a la Casa Blanca, veo a una niña sosteniendo un cartel pintado con acuarelas: "Quiero crecer libre". Su madre la abraza, la protege del sol cegador. Y pienso que todo esto -las pancartas, los cantos, las consignas- se reduce a esa frase: querer crecer libre en un país donde la libertad ya no es obvia, donde la democracia está bajo asedio. Escribo estas líneas con el eco de la marcha aún en mis oídos. Con el olor del sudor mezclado con esperanza. Con la certeza de que 250 mil personas salieron a las calles porque saben que lo que está ocurriendo es muy peligroso: fuerzas paramilitares que responden al Presidente, desapariciones de migrantes con papeles, una narrativa de miedo que justifica el autoritarismo. La marcha de este sábado 6 de septiembre tuvo la misma energía que la de junio 2025, y con el mismo clamor repetido hasta el cansancio: "No Kings" (No Reyes). Porque Trump gobierna como monarca. Con decretos que ignoran contrapesos, con militares que reemplazan policías, con amenazas que buscan silenciar críticas. Y la gente lo sabe. En la marcha se repite como mantra: "No más Reyes, no queremos Reyes". Palabras que resumen lo que está en juego: una república que se resiste a convertirse en monarquía autoritaria. Porque lo que se juega no es un día, no es una ciudad, no es un Presidente. Es la idea misma de democracia. Y yo, entre pancartas, proclamas y cánticos, recuerdo que la democracia siempre depende de ciudadanos que deciden defenderla. Ciudadanos que caminan bajo el sol, que gritan hasta quedarse sin voz, que marchan porque entienden lo que puede perderse si se quedan en casa, apáticos o desinteresados. Saben que, aunque el Rey ocupe la capital, y la Guardia Nacional la convierta en cuartel para perseguir a los distintos, siempre habrá quienes se levanten para decir: "Todos somos D.C."