Estados Unidos es una nación en crisis, según el presidente Donald Trump. Los problemas son profundos y urgentes. Él asegura que sabe cómo solucionarlos, pero sus ideas son difíciles de aplicar: requieren nueva legislación o pesadas peticiones legales. Por suerte, hay una manera más fácil. En un estado de emergencia, la ley suele otorgar al presidente nuevos y amplios poderes.

Por eso ha declarado casi una decena. Trump dice que puede imponer aranceles porque afirma que es una emergencia para contener el déficit comercial. Puede deportar migrantes sin el debido proceso porque es una emergencia para luchar contra la invasión de una banda venezolana. Puede enviar a la Guardia Nacional a ciudades estadounidenses como Los Ángeles porque es una emergencia para sofocar las protestas y la delincuencia. Puede pedir a la Corte Suprema que dicte sentencias de emergencia sobre impugnaciones legales a su autoridad porque no podemos permitirnos esperar a que los jueces debatan sus políticas.

Todo esto evidencia un problema diabólico en nuestro ordenamiento jurídico: la emergencia depende de quien la mire. ¿Estos problemas de urgencia discutible exigen una respuesta inmediata? El desequilibrio comercial se remonta a varias generaciones. Los migrantes —incluso las bandas extranjeras— no son un ejército invasor. Los manifestantes no son rebeldes. Los niveles de delincuencia se han desplomado en todo el país, incluso en todas las ciudades que Trump dice que necesitan protección urgente. Podría esperar a que los tribunales decidan si tiene poder para rehacer el gobierno, como han hecho sus predecesores por lo general.

Invocar emergencias permite al mandatario salirse con la suya, de inmediato. Si existe una nueva y terrible amenaza y nuestras leyes y normas no pueden protegernos de ella, entonces un liderazgo serio requiere la suspensión de la normalidad. Ese es el discurso. “Turbas violentas e insurrectas están pululando y atacando a nuestros Agentes Federales”, publicó en internet cuando desplegó soldados en California. “Harvard es una amenaza para la Democracia”, dijo al explicar su intervención allí.

No es una idea nueva. “Tendemos a asociar la autocracia con la emergencia”, afirma Kim Lane Scheppele, profesora de Princeton que estudia el ascenso y la caída de la democracia. Ferdinand Marcos citó una insurgencia comunista en Filipinas para tomar el poder; Recep Tayyip Erdogan adujo un golpe militar fallido en Turquía como razón para gobernar por decreto durante dos años; Viktor Orbán justifica su supresión de los derechos civiles en Hungría señalando las emergencias de la covid, Ucrania y la migración.

Carl Schmitt, un teórico político nazi, escribió extensamente sobre el “estado de excepción”. Argumentaba que el principal atributo de un líder soberano era la capacidad de poner en pausa el orden jurídico normal en tiempos de crisis. La idea de Schmitt irritaba a los liberales porque se aprovechaba del sistema liberal, basado en normas: un presidente podía ganar unas elecciones legítimas, cumplir las leyes, gobernar con normalidad, y luego, en cualquier momento, declarar un estado de excepción que suspendiera esas leyes.

Sin embargo, el estado de excepción, en manos de Trump, no solo es una declaración legal. Es una filosofía de gobierno. En su opinión, las emergencias políticas también le permiten embargar fondos asignados por el Congreso, cerrar agencias federales, rehacer los museos estadounidenses e intentar controlar la Reserva Federal.

“Nunca quieres que una crisis grave se desperdicie”, dijo el jefe de gabinete del presidente Barack Obama durante la crisis financiera de 2008. “Ofrece la oportunidad de hacer cosas que antes eran inconcebibles”. La diferencia es que la crisis hipotecaria fue una catástrofe económica única en una generación. Al describir hoy tantas cosas como una emergencia, Trump señala que debe tomar medidas excepcionales para afrontar una época excepcional. Al parecer, todo es posible en un clima de emergencia.

La ley

La mayoría de las democracias tienen medidas de emergencia en sus constituciones. El poder ejecutivo puede declarar un estado de emergencia que pone en marcha un reloj. Puede tener poderes extraordinarios durante un tiempo, especialmente en materia de seguridad, y a veces incluso puede suspender ciertos derechos civiles. Pero el poder legislativo puede anular al dirigente. Y, cuando se acaba el tiempo, el poder legislativo decide si renueva la emergencia o le pone fin. Los dirigentes de Francia y Chile, por ejemplo, utilizaron esos poderes para hacer frente a la covid.

La Constitución de Estados Unidos no tiene una autoridad de emergencia general. En su lugar, tenemos una red de leyes que le otorgan al presidente poderes especiales en circunstancias específicas. Trump se ha apoyado en ese entramado de leyes de una manera sistemática como no lo hizo ninguno de sus predecesores en tiempos de paz. “Se han acumulado con el tiempo hasta el punto de que, si invocas una emergencia en un área tras otra, puedes llegar a tener algo parecido a un poder de emergencia general”, afirma David Pozen, experto constitucional de la Facultad de Derecho de Columbia.

Trump ha utilizado 10 declaraciones de emergencia para justificar cientos de acciones. Estos son algunos ejemplos:

La Ley de Extranjeros Enemigos de 1798 faculta al presidente para deportar rápidamente a extranjeros durante una guerra o una invasión, pero no dice qué es una invasión. El Departamento de Seguridad Nacional afirma que está luchando contra una invasión del Tren de Aragua, una banda venezolana. Un tribunal de apelaciones dijo esta semana que el gobierno no está utilizando la ley adecuadamente, aunque ya ha deportado a muchas personas de esa manera. Este tema deberá ser analizado por la Corte Suprema.

La Ley de Poderes Económicos Internacionales de Emergencia de 1977 dice que el presidente puede tomar medidas contra una “amenaza inusual y extraordinaria”. Pero el déficit comercial que Trump cita como motivo de sus aranceles es habitual y ordinario. Un tribunal de apelación dijo la semana pasada que los aranceles impuestos por orden ejecutiva eran ilegales, pero Trump está recurriendo ante la Corte Suprema.

La ley estadounidense permite al mandatario desplegar la Guardia Nacional en el país para ayudar a hacer cumplir la ley federal. ¿En realidad los edificios federales y los agentes de inmigración estaban en peligro porque los angelinos protestaban contra la represión de la inmigración? El martes, un juez federal de distrito de California declaró ilegal el despliegue porque las manifestaciones no eran “una forma de rebelión”, como afirmaba el gobierno.

En Washington D. C., Trump recurrió a una ley local que le permite hacerse cargo de la policía en caso de “emergencia criminal”. Hay delincuencia; ha estado disminuyendo. Pero Washington era una “ciudad santuario” donde la policía se negaba a cooperar con los agentes federales de inmigración. Ahora esos agentes están en la ciudad y deportan a migrantes ilegales.

Cuando los legisladores redactaron esos estatutos, supusieron que los presidentes invocarían sus leyes de buena fe. Establecieron condiciones previas —una invasión, una rebelión, una amenaza para la seguridad nacional—, pero dejaron al presidente un amplio margen para definir esas cosas. ¿Hasta qué punto tienen que estar los delincuentes migrantes vinculados a un gobierno extranjero para que se les llame invasores? Las agencias de inteligencia dicen que Venezuela no controla el Tren de Aragua, pero el gobierno se limita a afirmar que sí lo controla, y eso puede ser suficiente para el alto tribunal.

Ahora los jueces se ven obligados a decidir si las emergencias de Trump son genuinas. Son históricamente malos en ese tema. “Es sorprendente lo poco que los tribunales vigilan la mala fe”, dice Pozen. “Trabajan con precedentes limitados, un lenguaje estatutario vago y una tradición de deferencia hacia el poder ejecutivo, todo lo cual favorece potencialmente a Trump”. Una tradición jurídica denominada “presunción de regularidad” significa también que los jueces dan por sentado que el gobierno actúa honestamente (aunque algunos jueces han empezado a plantearse dudas).

De este modo, el mandatario tiene un inmenso poder para definir la realidad. Un disenso en el caso del comercio hizo explícito el argumento: las afirmaciones fácticas de un presidente “no están sujetas a pruebas objetivas de error”.

Trump tiene otras ventajas en lo que respecta al poder judicial. El poder en Estados Unidos se ha desplazado en las últimas décadas del poder legislativo al ejecutivo. Los republicanos han propuesto candidatos judiciales a quienes les gusta esa evolución, afirma Scheppele. “Ven la Constitución desde la perspectiva de que el poder ejecutivo haga lo que quiera”.

El problema para los demócratas, las ciudades, los migrantes irregulares y las empresas que quieren desafiar a Trump es que la mayoría conservadora de la Corte Suprema ya le muestra una deferencia excepcional. En el caso de la inmunidad presidencial del año pasado, determinó que, en general, Trump no puede ser procesado por actos oficiales. Ahora, en una serie de recursos de urgencia, el tribunal ha dicho que puede imponer políticas que los tribunales inferiores han suspendido. Por ejemplo, no tiene que esperar a los engorrosos recursos sobre la legalidad del desmantelamiento del Departamento de Educación o el despido de miembros de la Junta Nacional de Relaciones Laborales. Puede hacerlo sin más; después se ocuparán de la legalidad, si es que lo hacen.

El ambiente

Pero aunque los tribunales pudieran limitar las declaraciones legales de emergencia, el espíritu de emergencia parece influir en todo lo que hace la Casa Blanca. Los mandatarios siempre quieren promulgar sus programas con rapidez. Trump —quien argumentó en su primera toma de posesión que “solo yo puedo arreglarlo”— ha adoptado una postura de crisis para explicar la suspensión de la normalidad. Un fallo judicial contra su plan arancelario “destruirá literalmente Estados Unidos”, afirma. Y su principal asesor de políticas, Stephen Miller, declara: “El Partido Demócrata no es un partido político. Es una organización extremista nacional”.

La postura de emergencia de Trump se basa en interpretaciones de la realidad que serían irreconocibles para personas neutrales familiarizadas con las instituciones que quiere rehacer. Fíjate en sus argumentos: la ayuda exterior es tan despilfarradora y “woke” que deberíamos acabar con ella por completo. El FBI estaba tan corrompido por los partidarios liberales que debe sustituir a los agentes y reorientar su labor policial hacia los verdaderos objetivos (demócratas). El consejo asesor sobre vacunas de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades estaba tan comprometido con las empresas farmacéuticas que sus miembros tuvieron que ser despedidos en masa.

El clima de emergencia puede utilizarse para racionalizar prácticamente cualquier acción. El presidente puede indultar a insurrectos y despedir a quien los castigó, lo que significa que la idea misma de justicia está en juego. El mandatario puede poner fin a la aplicación de los derechos civiles, lo que significa que los propietarios pueden discriminar por motivos de raza y tal vez eso esté bien ahora, aunque no sea técnicamente legal. El presidente puede decir que los datos sobre la economía —o el tiempo, el autismo o el censo— son falsos y ofrecer sus propias cifras.

Una crisis también es un garrote político sorprendentemente eficaz. Hace que Trump sea el protagonista y que sus oponentes jueguen a la defensiva. Considera el despliegue de la Guardia Nacional en Washington, D. C. “Pone a los demócratas en la situación de tener que defender el statu quo en materia de delincuencia”, dice Whit Ayres, encuestador republicano. “Y no conozco a nadie en ninguna gran ciudad que piense que el statu quo está bien”. La política permite a Trump ampliar su poder de forma espectacular. Esta semana, el secretario del Tesoro dijo al Washington Examiner que “podríamos declarar una emergencia nacional de vivienda en otoño”.

Esto no es como las tomas de poder más crudas de la historia moderna, como la toma del poder por los nazis tras el incendio del Reichstag en 1933. Mientras que los autócratas del siglo XX solían tomar medidas radicales y repentinas —e ilegales—, el manual del autocrático ha cambiado. Ahora los líderes no tienen que infringir la ley. “Utilizan la ley para otorgarse poderes que de otro modo no tendrían”, dijo Scheppele. Así es como Orbán fue ganando fuerza poco a poco en Hungría. Presionó a una legislatura obediente para que modificara las normas electorales de modo que aumentara su número de votos. Scheppele sostiene que Trump está siguiendo un patrón similar.

¿Un cambio duradero?

No es seguro que todo esto funcione. Tal vez los jueces de la Corte Suprema limiten el poder de Trump. La mayoría de los expertos jurídicos no creen que vayan a deshacer la ciudadanía por derecho de nacimiento, por ejemplo.

Tal vez, el afán de Trump por las emergencias resulte contraproducente. Los votantes dijeron por amplio margen que los primeros meses de su gobierno fueron “caóticos” y “aterradores”. Los próximos años pueden traer nuevos tumultos: el Departamento de Seguridad Nacional, que se apresura a reclutar más agentes de migración, los contratará sin titulación universitaria. Trump dice que pronto habrá soldados armados merodeando por muchas más ciudades, empezando por Chicago. Es un polvorín. ¿Cómo se sentirán los votantes si, en un accidente o un malentendido, los soldados de la Guardia Nacional disparan contra civiles por protestar? Incluso en la actualidad, el gobierno está teniendo problemas para conseguir imputaciones contra personas de Los Ángeles y Washington que, según dice, impidieron el trabajo de las fuerzas del orden.

Y quizá la próxima vez que los demócratas controlen el Congreso y la Casa Blanca, reformen las leyes de emergencia. Algunos juristas vieron venir este momento tras el primer mandato de Trump y dijeron que Estados Unidos ofrece a un presidente demasiados poderes de emergencia. Los expertos del Centro Brennan para la Justicia, un centro de estudios centrado en el Estado de derecho, afirman que los legisladores deberían aclarar que esos poderes caducan a los 30 días si no son reautorizados por el Congreso, por ejemplo.

Pero, ¿y si el gobierno de emergencia de Trump no es realmente tan perturbador para la mayoría de los estadounidenses? Un gobierno puede suprimir derechos civiles o reinterpretar radicalmente el poder presidencial con el pretexto de hacer frente a “emergencias”, pero es posible que la mayoría no se dé cuenta ni le importe. “La gente puede ir al bar y al restaurante en una dictadura”, dijo Jason Stanley, filósofo político de la Universidad de Toronto, reflexionando sobre lo que podría hacer un gobierno sin control. “Puedes seguir divirtiéndote y sintiéndote libre en una dictadura”.

Por eso, a los oponentes de Trump les preocupa que sea tarde. “Si te parece que soy alarmista, es porque estoy dando la voz de alarma”, dijo JB Pritzker, gobernador de Illinois, después de que Trump amenazara con enviar soldados a Chicago para enfrentar otra oleada de delincuencia inexistente. Los expertos jurídicos creen que el presidente está explorando nuevos terrenos.

Parece que Trump cree que puede acostumbrar a la gente a su estilo. “Se dice que soy un dictador”, dijo Trump la semana pasada. “Pero detengo el crimen. Y mucha gente dice: ‘Si es así, prefiero un dictador’”. Luego afirmó: “Pero no soy un dictador”.