El desconocido llegó al bar antes que yo, como era mi intención, y me estaba esperando en una mesa del fondo. Tenía el tipo de cara que me gusta, había sido un poco difícil de localizar, y demoró en sus respuestas, lo que también me gusta. El local era ruidoso, el ambiente estaba repleto de los sonidos de “me estoy divirtiendo” que hace la gente cuando espera pasarla bien en cualquier momento, así que nos inclinábamos para oírnos. Su cabello, pensé, sería un buen lugar donde meter mis manos.
Llega un momento, normalmente, en que basta con unos pocos instantes más de contacto visual. Pasamos por esos instantes, nos tomamos de las muñecas y nos encontramos al otro lado de la mesa, que era lo bastante ancha como para frustrar el besarse de forma adecuada, pues mantenía al resto de nosotros bastante separado. En mi casa fue un poco tímido, pensé, o le faltaba un poco de práctica, pero sentí que me deseaba, que era lo que yo quería: que su deseo me organizara y me guiara, como si este fuera un punto en el horizonte oscuro, intermitente.
“Tenía muchas ganas de volver a verte”, me envió un mensaje la semana siguiente, cerca de la hora del almuerzo, “pero hoy estoy sintiendo una ansiedad intensa y necesito estar tranquilo :(”.
“Lo entiendo perfectamente”, le contesté, pero no era cierto. El débil y falible “tener muchas ganas” no es anhelar; un hombre debería desearme con urgencia o no desearme en absoluto. Estaba a punto de hundirme en un ritual de calentura frustrada (fantasía, masturbación, botanas) cuando una amiga me insistió que cenara con ella y otras dos mujeres.
“Por supuesto que tiene ansiedad”, dijo una de ellas, terapeuta, que se sentó frente a mí en el restaurante. “Así es la vida. Eso es estar vivo e ir a encontrarte con alguien a quien no conoces bien”.
“Sí”, dijo la mujer que estaba a su lado, una historiadora. “Se llama ‘tensión sexual’. Aguántala un minuto y puede que tengas sexo”.
“No pueden”, dijo mi amiga con un disgusto triunfante. Nos contó de una mujer que conocía y que salía con un hombre de otra ciudad. Tras semanas de decirle “tengo muchas ganas de verte”, el hombre dejó de responderle mientras estaba de visita. ¿La explicación que dio después? Estaba “demasiado ansioso”.
“¡Ay, pobrecito!”, gritó la historiadora, y todas aullamos y gemimos por el pobrecito gatito asustado y lastimado, y así seguimos hasta llegar a un frenesí de carcajadas ocasionado por la incapacidad de los hombres para “armarse de valor y [palabrota]”. Éramos cuatro mujeres en un restaurante vegano del centro de Manhattan; sabíamos en qué serie estábamos, y no pudimos evitar preguntarnos, de forma engreída y machista: ¿Dónde estaban los hombres que podían afrontar las cosas difíciles? ¿Por ejemplo, salir de casa para tener sexo?
La terapeuta reflexionó sobre la ansiedad de necesitar “justificar el falo”. “Ya sabes”, dijo, “desde el punto de vista de un niño, es como: ‘Entiendo para qué sirve mamá, pero ¿para qué sirves tú? ¿Qué sentido tiene lo tuyo?’”. Eso llevó a que hiciéramos mímica de enfrentamientos con miembros imaginarios —“¿quién te invitó?”, “¿qué te traes?”, “¿estás perdido?”—, lo que dio lugar a bromas sobre el bisturí no tan preciso del cirujano con el que estaba saliendo la terapeuta. En privado, y hablando más en serio, soy bastante proclive a los penes —tanto así que me preocupa que, en algún estado natural hobbesiano, me arrodille automáticamente ante el más bello—, pero últimamente he sido herida por la ambivalencia de los hombres, cómo pueden primero desearme y luego sentirse confundidos sobre lo que quieren, y estas bromas subidas de tono y despectivas me calmaron, me hicieron sentir más poderosa, con más control.
“¿Cuándo se volvieron los hombres tan ansiosos respecto al deseo?”, preguntó la terapeuta, y yo dije que no lo sabía. “Claro que lo sabes”, dijo mi amiga. “Fue cuando se les puso sobre aviso de que no pueden emborracharse y meternos mano así como así”.
No llevo mucho tiempo saliendo en citas (apenas el otro día mi exesposo y yo recibimos nuestra sentencia de divorcio como archivo adjunto en un correo electrónico), pero sí lo suficiente para saber que tengo un tipo de hombre. Es amable, bobo, se burla de sí mismo, es bastante respetuoso, un humanista apasionado, un tipo dulce, un “buen tipo”. Tiende a señalar, de diversas maneras, cómo está exento de la mancillada categoría de “hombres”, y es perfectamente comprensible que lo desee. Debe de ser ligeramente vergonzoso ser un hombre heterosexual, y a cada uno le corresponde mitigar esa vergüenza de un modo que se sienta auténtico para ellos mismos.
Una de las razones por las que se acabó mi matrimonio fue que me enamoré de otro hombre, al que me referiré por la primera letra de su nombre, J. Espontáneamente gracioso, con una voz suave y una gigantesca sonrisa de ojos tristes, J. me hacía reír hasta quitarme el aliento. Dado que era un “buen tipo”, desde el principio me dio a entender que no sabía “hacer” relaciones, lo que me daba a entender que si esperaba una con él (o, como él lo definía, de él), la esperaba por mi cuenta y bajo mi propio riesgo (que también era el suyo, ya que él odiaría hacerme daño). Aun así, me cortejó; parecía que “hacíamos” algo juntos.
Sigo encontrándome y oyendo hablar de hombres que dicen ‘no poder’. ¿Es que estos hombres no han oído hablar de ‘no querer’?
Mi marido y yo teníamos una relación abierta cuando J. y yo nos conocimos, así que los términos de nuestra relación eran, al principio, limitados, y aunque J. ejerció una agradable presión contra estos límites, al final estos le convinieron. Fui yo quien violó los términos al encontrar intolerable, al cabo de un tiempo, interesarme tanto, de esa manera, por una persona mientras estaba casada con otra. No podía distinguir el sexo del amor, ni el amor de la devoción, lo futuro, la integración familiar, las cosas que quería con (¿de?) J., incluso cuando, durante el año y medio que nos vimos, él siguió expresando su incapacidad para comprometerse como si fuera un ser aparte, un desafortunado niño que lo seguía y dependía de él, quizá, o una limitación física. Me quedé allí, tendiéndole la mano, mientras él me devolvía un rostro triste como un mimo encerrado en una caja: no podía hablar de ello, deseaba que las cosas fueran distintas, quizá algún día el niño maduraría, el cristal se rompería, pero por ahora no había nada que hacer.
Me parece, al observar el terreno como una novata en citas, que abunda este tipo de impotencia masculina estudiadamente irreprochable. Sigo encontrándome y oyendo hablar de hombres que dicen “no poder”. ¿Acaso estos hombres no han oído hablar de “no querer”?
Quizá mi amiga tenía razón sobre la ansiedad masculina en este momento. Quizá los hombres se estén tomando un respiro, pasando un rato “tranquilos”, inseguros de cómo querer, cómo hablar, cómo cortejar. Quizá nos estén castigando por la confusión.
Hay muchos caminos para llegar a la especie de decepción a la que me refiero aquí, pero lleguemos como lleguemos, la queja es tan común, un elemento cultural y narrativo tan básico, que la academia está interviniendo. Ahora tenemos una palabra elegante, “heteropesimismo”, para describir la perspectiva de las mujeres heterosexuales hartas de las conductas de apareamiento de los hombres. Acuñado por el experto en sexualidad Asa Seresin, quien posteriormente lo modificó por “heterofatalismo”, el término parece, a primera vista, destilar un estado de ánimo que no por ser intemporal es menos actual.
“Fue muy agradable”, me envió un mensaje hace poco una amiga cercana, informándome de su tercera cita con un abogado. “Es en verdad muy dulce y amable conmigo y bueno en el sexo. Sin duda pronto ocurrirá algo humillante y de pesadilla”. En más de una ocasión, cuando mi amiga se puso en contacto con el abogado para confirmar planes tentativos, él no le respondió durante muchas horas, o incluso un día. Es cierto que tenía un horario agotador, pero, razonó mi amiga, toma 90 segundos enviar una respuesta rápida. La disonancia entre su comportamiento afectuoso y atento en persona y estos silencios la confundió, y se lo comentó. El abogado lamentó haberla hecho esperar —no había sido su intención—, pero, dijo, la queja de ella lo había hecho pensar: desafortunadamente no era capaz de convertir lo que ocurría entre ellos en una “relación”. Mi amiga aclaró que ella no había pedido que se intensificara nada, sino que simplemente había expresado su necesidad de que se aclararan los planes. Él lo entendió, dijo, pero sus “habilidades comunicativas” eran obviamente demasiado diferentes para que siguieran saliendo.
Lo humillante y pesadillesco, me explicó, no fue tanto el rechazo como que la consideraran contra su voluntad una “mujer deseosa de una relación”. En sus memorias, Apegos feroces, Vivian Gornick describe a su amiga la angustia de ser ignorada por un amante: “lo que no asumo”, escribe, “es que nos haya hecho volver a caer en la crueldad de la desfasada dinámica hombre-mujer, convirtiéndome en una mujer que espera una llamada que nunca llega y a él en un hombre que debe evitar a la mujer que espera”.
“Ya no puedo más”, dijo mi amiga. “No puedo seguir haciendo esto. No quiero que me hieran y me malinterpreten constantemente. Necesito encontrar otra forma de vivir”. Estuve de acuerdo sin pensarlo. (Esto forma parte del pesimismo, ¿verdad? La sensación de que seguir pensando en todo esto es inútil. Seguro que ya hemos pensado bastante). “Ojalá pudiera simplemente ser gay contigo”, dijo, y yo le dije que también lo deseaba mucho. Esta era nuestra rutina conmiserativa —lo que Seresin podría llamar nuestra “desafiliación performativa de la heterosexualidad”— nuestra versión de “Llévate a mi mujer, por favor”. Llévate mi heterosexualidad, por favor. Llévate mi atracción por los hombres.
¿El “heterofatalismo” es un concepto útil? Lo analicé durante un tiempo, consideré las posturas. La escritora y estudiosa del género Sara Ahmed ha propuesto la idea de la “queja como pedagogía feminista”, en la que argumenta que expresar disconformidad sobre algo es intrínsecamente transgresor, una forma de resistencia, mientras que la profesora de Filosofía Ellie Anderson sugiere que las mujeres que se desahogan sobre sus problemas de pareja constituyen una especie de negatividad como forma de rebelión. ¿Era eso lo que estábamos haciendo mis amigas y yo durante la cena? ¿Rebelarnos?
Lo humillante y pesadillesco, me explicó, no era tanto el rechazo como que la consideraran contra su voluntad una “mujer deseosa de una relación”.
Si los expertos dicen que mis decepciones románticas tienen algún significado social mayor, no voy a discutirlo. Los hombres que quiero no me desean lo suficiente, no se comunican conmigo con suficiente claridad, no se dedican a mí: todo esto parece ciertamente lo bastante calamitoso como para justificar un “ismo”. Y si es un “ismo”, el problema no puedo ser yo. Deben ser los hombres, ¿no? Los hombres son lo que está podrido en el estado de heterosexualidad, y ¿por qué no íbamos a tener un término que englobe todos nuestros pesimismos sobre ellos? El pesimismo doméstico (ellos siguen ocupándose menos de las tareas domésticas y del cuidado de los niños); el pesimismo sobre la violencia de pareja (el feminicidio sigue siendo una espantosa rutina); el pesimismo erótico (el clítoris y sus propiedades siguen eludiendo a muchos de ellos). Y las subculturas masculinistas petulantemente orgullosas que han surgido, al menos en parte, como reacciones a estos pesimismos, siguen escupiendo nuevas razones para temer, enfurecerse y quejarse de los “hombres”.
Pero esos “hombres” no son los hombres por los que mis amigas y yo nos sentimos desalentadas. Son los dulces y buenos. Maldita sea.
Me gustaría creer que hay algo intencionado, resistente, incluso radical en el modo heterofatalista, pero cuanto más lo expreso, más me inclino a estar de acuerdo con Seresin en que no puede producir nada que no sea más de sí mismo. “La heterosexualidad no es un problema personal de nadie”, escribe. “No tiene sentido separar tu propia experiencia heterosexual de la heterosexualidad como institución”. No es que mi amiga necesite encontrar “otra forma de vivir”; es que todos la necesitamos. Pero en lugar de buscarla, las mujeres que no estamos de acuerdo “representamos” entre nosotras este tipo de mantenimiento mutuamente facilitador, en el que desahogamos periódicamente parte de la vergüenza y la frustración que supone salir con hombres y luego seguimos adelante con el statu quo.
Sea cual sea la visión de Seresin, la mayoría de nosotras no podemos renunciar a nuestra heterosexualidad ni realizar una renegociación significativa de sus términos. Lo que podemos hacer, al menos por ahora, es negociar con nosotras mismas. Podemos intentar esquivar “las cosas anticuadas entre hombre y mujer” al actuar como desesperanzadas ante las relaciones, en lugar de “deseosas” por ellas. Quizá esta sea la utilidad del “heterofatalismo”: nombrar el trago amargo antes de obligarnos a pasárnoslo y poner una sonrisa despreocupada. Encantada de conocerte, “buen tipo”; yo soy “mujer que no espera nada”.
Me doblé de risa, y saboreé brevemente la rodilla de mis pantalones de mezclilla, mientras el hombre que estaba a mi lado en el sofá desmontable rasgueaba una guitarra e imitaba a la perfección a Bruce Springsteen. Había perfeccionado ese gemido como de que estaba levantando algo muy pesado e improvisaba una canción sobre el trabajo, el trabajo estadounidense en el corazón de Estados Unidos, un trabajo masculino hiperbólicamente duro y trágico. Como yo estaba riéndome sin control, él siguió, y yo seguí riéndome, y llegó un momento en que no estaba segura de si la diversión o él se habían apoderado de mí.
De camino a su casa, me había estado mensajeando con mi tía. “Palabra de experta”, me escribió. “Espera a que lo desee tanto que se vuelva loco de remate. Suena fácil pero, a ver, nunca se dijeron palabras más ciertas. ¡‘Hazlos sufrir’ es mi mantra!”.
No dejaba de mirarle la boca, el labio inferior. Me dijo que fuera más despacio; necesitaba tiempo para hacerse una mejor idea de cómo funcionaba yo. Retrocedí, dejé que probara cosas, y a él le empezó a gustar su propio control, acercó su boca a la mía, y luego se apartó cuando intenté alcanzar su lengua. “Ya veo lo que eres”, dijo finalmente, y me inmovilizó los antebrazos. “Eres una sumisa malcriada”. Se quedó allí, apenas fuera de mi alcance, respirando sobre mí. “Me gusta hacerte esperar”, dijo.
Sí me hizo esperar. Me quedé en la máquina tragamonedas viendo pasar esas cerezas y monedas amarillas y grandes, y no paraban. Era dulce conmigo en persona, impulsivo a la hora de morderme la nariz, pero no tenía noticias suyas durante periodos, o las tenía pero solo de forma superficial, y entonces, de repente, aparecía. Pedir aclaraciones sobre lo que un hombre siente o quiere o ve que ocurre aquí me ha agotado antes, como a muchas mujeres que conozco. He aprendido a considerar esas demandas como “exigentes” de una manera feminizada: mandonas y suplicantes a la vez, una confirmación de la posición de “sumisa malcriada”. Seguí su ejemplo y me mantuve casi siempre callada. Llámenlo “pesimismo comunicativo”.
En la cama, el patrón “la mujer exige y el hombre se aleja” palpita de sensualidad; en la vida, a veces parece que me va a sacar de mis casillas.
Cuando mi amiga se quejó del abogado, expresé mi indignación por su comportamiento y me abrí camino, con toda naturalidad y siguiendo un surco trillado, hasta condenar a todos los hombres —bueno, a la mayoría— como incapaces de mantener unas normas básicas de comunicación y atención. Estaba pensando, por supuesto, en J., y no me enorgullece que mi respuesta instintiva a la vergüenza de ser estereotipada, debido a mi género, por la vida sea pagar con otro estereotipo. (Los hombres dan asco. ¡Qué revolucionario!).
Dicho esto, las dificultades de los hombres para comunicarse en las relaciones románticas están lo suficientemente extendidas como para haberse ganado una denominación psicológica: “alexitimia masculina normativa”, es decir, la incapacidad de poner en palabras las emociones. Esta incapacidad, afirma Ellie Anderson, a menudo obliga a las mujeres que salen con hombres a convertirse en “expertas en el cuidado de las relaciones”, solidificando lo que ella cita como “el patrón de comunicación más común entre las parejas heterosexuales… el patrón ‘la mujer exige y el hombre se aleja’”. La mujer se acerca al hombre para hablar de algo; el hombre se retira.
En la cama, el patrón “la mujer exige y el hombre se aleja” palpita de sensualidad; en la vida, a veces parece que me va a sacar de mis casillas, y da trabajo: un duro y trágico trabajo femenino. En la década de 1980, la socióloga Arlie Russell Hochschild acuñó el término “trabajo emocional” para describir el trabajo remunerado que “implica tratar de sentir lo adecuado para el trabajo” (es decir, trabajo de servicio, atención sanitaria, educación). Debe de ser un indicio de nuestra necesidad de más formas de hablar del trabajo afectivo invisible que a menudo recae en las mujeres el hecho de que el término haya sufrido un “deslizamiento conceptual”, y ahora se extienda mucho más allá de su significado original para aparecer en conversaciones cotidianas sobre la división desigual del trabajo en nuestra vida amorosa.
Anderson nos ofrece un nuevo término, relacionado pero distinto de “trabajo emocional” y más útil para analizar lo que podríamos llamar la micropolítica de las citas: ella llama “trabajo hermenéutico” al trabajo que hacen las mujeres para interpretar las desconcertantes señales masculinas, y lo plantea como una forma de “explotación de género en las relaciones íntimas”. Puede que el tipo que salía con mi amiga estuviera demasiado ocupado con la abogacía como para confirmar sus planes con ella, pero mientras tanto, podría decir Anderson, mi amiga tenía dos trabajos: uno para ganarse la vida y otro como única gestora de un enredo emocional que también era de él. El heterofatalismo es, en parte, simplemente agotamiento por tanto trabajo.
El desconocido que esperaba en mi mesa habitual de la esquina trasera parecía un poco más anticuado que mi cita promedio —su pelo parecía recién lavado y cortado, y llevaba una camisa abotonada—, pero en su rostro se reflejaba cierta picardía inquieta, que se manifestaba plenamente en su risa. Nuestra conversación fue enérgica y bromista; tuve la impresión de que disfrutaba de mi compañía, pero que para él era más una ventaja que un criterio. Ya tenía pareja, me había dicho, y solo buscaba sexo y compañía; su perfil de citas lo indicaba claramente bajo una foto en la que aparecía con una chaqueta azul y acariciaba la cabeza de un burro.
Al final pasamos al tema del temperamento erótico. Le interesaban las posibilidades que surgen entre las personas cuando se elimina de la cama, por así decirlo, cualquier posibilidad de matrimonio, procreación o fidelidad. ¿Qué podría ocurrir entonces en esa cama? ¿En esa comunidad? ¿En ese mundo? Mientras observaba su pulcra figura juvenil y lo escuchaba hablar con el elocuente entusiasmo de un conocedor, la frase que se me ocurrió fue “nerd del sexo”. Muchos aficionados a la no monogamia no estaban comprometidos con esa vida, dijo con algunas risas a la vez que citaba una canción del rapero Pusha T. Él sí lo estaba.
A veces me encuentro con este tipo de hombres: dominan el lenguaje del poliamor y agitan su respetuoso deseo como un sable de luz de plástico: Pam pam. ¿Por qué ibas a jugar solamente con un juguete cuando puedes turnarte para jugar con todos? Y al mismo tiempo subvertir vagamente… algo. ¿El capitalismo?
¿Cómo me hacían sentir, quería saber el nerd del sexo, los grupos? Confesé no tener ningún interés. Lo que puede ocurrir entre dos personas, esa cosa en la que un par de seres se enganchan y quedan suspendidos el uno en el otro, deseándose y enredándose… A mí me interesaba esa cosa, esa vida. Claro, claro, lo entendía, lo respetaba, pero él había descubierto que, en realidad, el tipo de conexión intensa e íntima que yo describía podía darse entre, digamos, cuatro personas. Y cuando ocurría, añadió convencido, era toda una experiencia.
La amargura no sustituye el deseo por los hombres, por un hombre, por el olor de la delgada camiseta de un hombre, por la humedad del vello de su nuca.
Admití que era una perspectiva fascinante, pero que no podía imaginar, o al menos no de ninguna forma que me emocionara. Totalmente, dijo, eso era totalmente válido. Por lo general, se mostró ansioso por asegurarme que mis deseos eran válidos, tanto en persona como después, cuando me escribió en más de una ocasión para aclararlo: “si crees que nuestras energías no coinciden, no discutiré”, “si prefieres solo una amistad, lo entenderé” y, de verdad, “sin presiones”. Un buen tipo. Protesta un poco de más en el frente de la consensualidad, pero básicamente es un tipo confiable. Evolucionado, transparente, una criatura ilustrada de nuestra nueva era romántica. Si tan solo pudiera desear a un hombre así, un hombre que pone sobre la mesa unas condiciones tan claras, lo suficiente como para sentirme decepcionada de él (¿No es eso el deseo? ¿Un lugar de decepción potencial?). Pero no pude, lo que supuso otra decepción.
De camino a casa, dos cuerpos estaban apretujados frente a una entrada del metro, la mano del hombre rodeaba con fuerza la nuca de la mujer, y cuando pasé junto a ellos se me escapó un ruido, un sonido ahogado, una representación del asco en honor de alguna amarga omnisciencia. La amargura no sustituye el deseo por los hombres, por un hombre, por el olor de la delgada camiseta de un hombre, por la humedad del vello de su nuca después de esforzarse; la amargura crece a partir del deseo y se mezcla con él. Debe de haber algo mal, sigo pensando, en mi forma de desear.
“Es difícil desear a un hombre bueno”, escribió un hombre bueno en el chat grupal.
“Es bueno encontrar a un hombre duro”, dijo otra que sabe que no he tenido sexo satisfactorio en un rato.
“¿Es difícil encontrar bueno a un hombre?”, dijo la novia del hombre anterior.
“Es difícil hacer funcionar a un buen hallazgo”, dije, como si un hombre fuera una pieza complicada. “Más despacio, necesito hacerme una mejor idea de cómo funcionas”.
“Estás aplastando a los hombres”, me escribió un antiguo amante después de que le enviara un borrador parcial de este ensayo. “Nunca llegan a ser reales: se utilizan para confirmar una historia de decepción y frustración”.
Este hombre y yo nos conocimos el otoño pasado, cuando él, al igual que yo, se tambaleaba por el rechazo amoroso, y en menos de media hora nos abalanzamos el uno sobre el otro, como si hubiéramos acordado tácitamente ser durante un tiempo las mantitas reconfortantes y dadoras de orgasmos del otro. Intercambiamos relatos obsesivos sobre las relaciones fallidas, nos animamos mutuamente durante los rigores del “contacto cero”, vimos películas de Albert Brooks, cantamos canciones de Weezer con pistas de karaoke en su sofá.
Lo que fuera que estuviera ocurriendo entre nosotros duró unas seis semanas, momento en el que me empezó a molestar que me ocultara algo, aunque no podía decir qué exactamente, y él se puso ansioso por molestarme, y yo lo acusé de ser frío, y él me acusó de ser injusta, y así sucesivamente. El familiar patrón “la mujer exige y el hombre se aleja” descendió sobre nosotros como un hechizo polarizador, y me hizo provocar y acusar más, y a él defenderse y reservarse más. A diferencia de otros intercambios similares en mi pasado, este tenía una extraña cualidad mecánica, como si en lugar de desahogar verdaderas pasiones, estuviéramos encerrados en una coreografía fastidiosa y embrujada.
En Beyond Doer and Done To, la psicoanalista feminista Jessica Benjamin describe el punto muerto al que pueden llegar dos personas cuando “cada una se siente incapaz de obtener el reconocimiento de la otra, y cada una se siente en el poder de la otra”. En este estado, que ella denomina “el estado complementario de ser dos”, ambas personas se sienten indefensas, ambas se sienten “usadas”, ambas sienten que el otro “no nos deja otra opción que ser o recelosos o impotentes”.
Quién sabe cuánto habría durado el baile del estado complementario de ser dos con mi compañero cantante de Weezer si uno de los dos, o ambos, nos hubiéramos sentido enamorados. Tal como era, al cabo de un par de semanas pudimos romper el encantamiento, y seguimos siendo amigos. Con el tiempo le confesé que me había parecido más natural ponerme en plan “mujer herida” que asumir la responsabilidad de mis deseos. Él, por su parte, describió a una ex importante cuyo hábil uso de la culpa había dejado huella. Fue uno de esos momentos en los que tomamos conciencia, de repente y fugazmente, de cómo nos representamos a nosotros mismos y ponemos a los otros en los papeles antagónicos de las puestas en escena de nuestros dramas internos conocidos como días.
Mi sexualidad no me debe ni protección ni afirmación; va tras de sí misma, tras de una escaramuza, una tensión, un olor.
Ahora tiene preguntas sobre este artículo. ¿No estoy simplificando demasiado el caso de mi amigo y el abogado? ¿Lo que ocurrió allí no se trata de algo más que de comunicación? ¿No reconozco una clara incompatibilidad, surgida de las inseguridades de ambos? Y respecto al trabajo hermenéutico: ¿por qué querría una mujer estar con un hombre que requiere tanto esfuerzo? Una mujer así debe intuir que ese hombre no está preparado para una relación, o que no está seguro de sus sentimientos hacia ella. ¿No es ella también parte de la promulgación de cualquier resultado “heteropesimista” que se avecine? De hecho, que me ponga del lado de mi amiga, como parece que hago aquí, ¿no está relacionado con el fenómeno que estoy diagnosticando? ¿No es el propio impulso de “elegir un bando” perversamente fatalista, antitético al reconocimiento mutuo que es la base misma de una relación?
Derribé toda la estructura de mi vida por un hombre que, cuando le pregunté: “¿quieres estar conmigo o no?”, respondió, tras unos segundos de silencio: “quiero estar contigo, y quiero todo en todas partes al mismo tiempo”. J. se refería, por supuesto, a la comedia surrealista de ciencia ficción de 2022, ambientada en una multitud de universos paralelos en los que muchas versiones de los protagonistas interpretan muchas versiones de sus vidas, y cada milisegundo se ramifica fractalmente en innumerables dimensiones alternativas, creando infinitos seres, infinitos destinos, infinitas respuestas al dilema de cómo ser y con quién. Esta película lo había conmovido profundamente, pues parecía captar cualidades de su neurotipo que rara vez veía representadas.
Se me ocurre que esa mentalidad de multiverso también puede reflejar los efectos cognitivos de las aplicaciones de citas que, derrotistas por diseño, proyectan un espejismo de infinitas posibilidades románticas a través de infinitas líneas temporales. Un chico con el que salí hablaba con un dejo de añoranza de la relación entre sus abuelos, quienes apenas se hablaban antes de casarse cuando eran unos adolescentes en Sicilia, unidos por las pocas opciones de la vida en un pueblo, las hormonas adolescentes y el opresivo mito del honor femenino. Qué sistema, qué apuesta, y luego ambas personas quedaron atrapadas de por vida. Pero al menos te ahorrabas la ansiedad de elegir. Al menos existía eso.
Resultó que había que derribar la estructura de mi vida, y estoy agradecida, y he hecho todo lo posible por ser amiga de J. Una tarde reciente, mi hija y yo nos sentamos con él en una manta en un parque. Cerca había un grupo de adolescentes que jugaban vóleibol y utilizaban como red un árbol que crecía horizontalmente. Mi hija tenía ganas de columpiarse en aquel árbol, así que estuvimos vigilando a los adolescentes, esperando a que se disolvieran, instándola a que tuviera paciencia. Unos días más tarde, recibí un texto característicamente fantasioso: “En alguna otra línea temporal seguimos esperando junto a ese árbol a que los adolescentes terminen de jugar vóleibol”.
“En otra línea temporal”. La frase capta no solo la inclinación de J. a mantener todas las posibilidades perpetua y melancólicamente abiertas, sino mi propio apego tenaz a una dimensión inaccesible, la manera en la que vierto en ese escenario hipotético tanta vitalidad, cuidado y esperanza —esperanza trabajosa— que podría haber estado, y aún podría estar, reservadas para lo que es posible y está ocurriendo ahora, solo una vez, en mi fugaz mediana edad. Renunciar a la vida por una fantasía: ¿qué puede haber más fatalista que eso?
“Quizá el problema es que eres una romántica”, dice mi antiguo amante-diagonal-amigo-diagonal-lector-de-sensibilidad-masculina. “Y quizá también lo sean los demás fatalistas”. Claro, tal vez. Sabemos —lo sabemos desde hace mucho tiempo— que el romanticismo y el fatalismo son amantes dialécticos. Cuando el amor fracasa, la misma cualidad que lo elevó por encima del fragor común de la experiencia hace imposible imaginar que vuelva a ocurrir algo parecido. La milagrosa singularidad de estar enamorado es, por tanto, un terreno especialmente fértil para un pesimismo generalizador: “Me atraen los hombres porque me encanta tomar malas decisiones”, reza un tuit heterofatalista por excelencia. Este giro, de un hombre al monolito imaginario de los “hombres”, priva de especificidad al hombre que hiere y, al mismo tiempo, le muestra cierta lealtad; al ponerlo a interpretar a todo un género, nos aseguramos de que volveremos a encontrarnos con él. Hay algo aquí de la renuncia frenética de la joven monja llena de vida, que cierra la puerta al romance, con un portazo intensamente romántico, para luego casarse con una abstracción masculina.
Algo que refleja el heterofatalismo es una persistente falta de fe en que aquellos a quienes deseamos serán capaces de reconocernos como proporcionalmente humanos. Me pregunto hasta qué punto, temiendo lo que esperamos y esperando lo que tememos, invocamos la “desfasada dinámica hombre-mujer” que sigue apareciendo. Una mujer viene, un hombre se aleja; esta encarnación no tiene por qué estar necesariamente cargada de un significado mayor, pero a menudo lo está. Acabo preguntándome si de algún modo es culpa mía cuando la dinámica heterosexual no parece poder trascender sus propios tropos, subvertir su propio simbolismo, representar una escena totalmente impredecible.
Seresin se burla con razón de la ignorancia privilegiada de los heterosexuales que, en momentos de anhelo por experimentar un deseo que imaginamos como más alejado de nuestra propia opresión, anunciamos nuestras ganas de ser queer. Ninguna relación —independientemente del sexo, la orientación, el número de personas— es inmune a las dinámicas de poder; la distribución desigual siempre está, por así decirlo, sobre la cama. Pero en las relaciones queer los papeles están, al menos, menos determinados, quizá con más libertad y flexibilidad en quién asume qué y cómo. En otras palabras, puede que nuestro pesimismo sobre la heterosexualidad surja en parte de un sentimiento creciente de su anacronismo. Tal vez, al igual que el auge del interés por la no monogamia heterosexual, forme parte del torpe proceso de la heterosexualidad de transformarse a sí misma al estilo queer en un futuro más fluido.
Para salir del callejón sin salida del “estado complementario de ser dos” que puede sujetar a cualquier pareja de personas, Jessica Benjamin imagina cómo podríamos colaborar, con el tiempo (y el tiempo es crucial), para crear un “tercero intersubjetivo”, un espacio en el que tus necesidades y las mías, tus deseos y los míos, se reconozcan y se acepten mutuamente sin competir por el dominio. Crear un espacio así, dice Benjamin, requiere una rendición mutua que es distinta de la sumisión. Me resulta difícil entender esta distinción, lo que quizá equivale a decir que experimento el deseo en términos de una lucha que alguien debe perder. Estoy dispuesta a admitir cierto masoquismo inconsciente. Al fin y al cabo, es difícil desear a un hombre bueno, y mi sexualidad no me debe ni protección ni afirmación; va tras de sí misma, tras de una escaramuza, una tensión, un olor.
“La antigua forma de apareamiento ha muerto”, dijo mi amiga en nuestro coloquio de quejas femeninas durante la cena, “y la nueva aún está por nacer”. ¿Cuál es la nueva? El pesimismo puede ayudarnos a sentir que sabemos, pero en realidad no es así. Por ahora, la vida nos tiene atrapados aquí: “Me gusta hacerte esperar”.